El proceso - Franz Kafka
El Proceso
Franz Kafka
La detención
Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una
mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su
casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el
desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría
algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó
mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una
curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre.
Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no
había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de
constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de
viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un
cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué
podía servir.
¿Quién es usted? preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la
cama.
El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar
tácitamente su presencia, y se limitó a decir:
¿Ha llamado?
Anna me tiene que traer el desayuno dijo K, e intentó averiguar en silencio,
concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre.
Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a
la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba
detrás:
Quiere que Anna le traiga el desayuno.
Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se
podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el
desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con
anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:
Es imposible.
¡Es lo que faltaba! dijo K, que saltó de la cama y se puso los
pantalones con rapidez. Quiero saber qué personas hay en la habitación
contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.
Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz alta, y
de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el derecho a
vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento no le pareció
importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido, pues dijo:
¿No prefiere quedarse aquí?
Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras
no se haya presentado.
Se lo he dicho con buena intención dijo el desconocido, y abrió
voluntariamente la puerta.
La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que hubiera
deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy parecido al de la
noche anterior. Era la sala de estar de la señora Grubach. Tal vez esa
habitación repleta de muebles, alfombras, objetos de porcelana y fotografías
aparentaba esa mañana tener un poco más de espacio libre que de costumbre,
aunque era algo que no se advertía al principio, como el cambio principal, que
consistía en la presencia de un hombre sentado al lado de la ventana con un
libro en las manos, del que, al entrar K, apartó la mirada.
¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha
dicho Franz?
Sí, ¿qué quiere usted de mí? preguntó K, que miró alternativamente al
nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que ahora
permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo ver otra vez a la
anciana que, con una auténtica curiosidad senil, permanecía asomada con la
firme resolución de no perderse nada.
Quiero ver a la señora Grubach dijo K, hizo un movimiento corno si
quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban situados lejos
de él, y se dispuso a irse.
No dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y se
levantó. No puede irse, usted está detenido.
Así parece dijo K. ¿Y por qué? preguntó a continuación.
No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y espere
allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento
oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con tanta amabilidad.
Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él también se ha
comportado amablemente con usted, infringiendo todos los reglamentos. Si
sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con el nombramiento de sus
vigilantes, entonces puede ser optimista.
K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no había
ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto a la ventana.
Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad dijo Franz, que se acercó
con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz le superaba
en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos examinaron la camisa
del pijama de K y dijeron que se pusiera otra peor, que ellos guardarían ésa,
así como el resto de su ropa, y que si el asunto resultaba bien, entonces le
devolverían lo que habían tomado.
Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al depósito
dijeron, pues en el depósito desaparecen cosas con frecuencia y, además,
transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin tener en consideración si el
proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver lo que duran los procesos en los
últimos tiempos! Naturalmente, el depósito, al final, abona un reintegro, pero
éste, en primer lugar, es muy bajo, pues en la venta no decide la suma
ofertada, sino la del soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen,
según la experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van
transcurriendo los años.
K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le
interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba más
importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero en presencia de
aquella gente no podía reflexionar bien, uno de los vigilantes podía tratarse,
en efecto, de vigilantes, que no paraba de hablar por encima de él con sus
colegas, le propinó una serie de golpes amistosos con el estómago; no
obstante, cuando alzó la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo
y seco que no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos?
¿De qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de
Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en vigor,
¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre intentaba
tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo peor ya había
sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni siquiera cuando existía
una amenaza considerable. Aquí, sin embargo, no le parecía lo correcto.
Ciertamente, todo se podía considerar una broma, si bien una broma grosera,
que sus colegas del banco le gastaban por motivos desconocidos, o tal vez
porque precisamente ese día cumplía treinta años. Era muy posible, a lo mejor
sólo necesitaba reírse ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran
con él, quizá fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era
similar, no obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante
Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que pudiera
poseer contra esa gente. Por lo demás, K no infravaloraba el peligro de que
más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma. Se acordó sin que fuera
su costumbre aprender de la experiencia de un caso insignificante, en el que, a
diferencia de sus amigos, se comportó, plenamente consciente, con
imprudencia, sin cuidarse de las consecuencias, y fue castigado con el
resultado. Eso no debía volver a ocurrir, al menos no esta vez; si era una
comedia, seguiría el juego.
Aún estaba en libertad.
Permítanme dijo, y pasó rápidamente entre los vigilantes para
dirigirse a su habitación.
Parece que es razonable oyó que decían detrás de él.
En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del escritorio,
todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa de la excitación, no
podía encontrar precisamente los documentos de identidad que buscaba.
Finalmente encontró los papeles para poder circular en bicicleta, ya quería ir a
enseñárselos a los vigilantes cuando pensó que esos papeles eran
insignificantes, por lo que siguió buscando hasta que encontró su partida de
nacimiento. Cuando regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de
enfrente y apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en
cuanto reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando
cuidadosamente la puerta.
Pero entre es lo único que K tuvo tiempo de decir.
Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles en la
mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a abrir, y le asustó
la llamada de los vigilantes, quienes permanecían sentados frente a una mesita
al lado de la ventana abierta. Como K pudo comprobar, se estaban comiendo
su desayuno.
¿Por qué no ha entrado la señora Grubach? preguntó K.
No puede dijo el vigilante más alto. Usted está detenido. Pero
¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?
Ya empieza usted de nuevo dijo el vigilante, e introdujo un trozo de
pan en el tarro de la miel. No respondemos a ese tipo de preguntas.
Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad,
muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.
¡Cielo santo! dijo el vigilante. Que no se pueda adaptar a su
situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos inútilmente, a
nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos más próximos a
usted entre todos los hombres.
Así es, créalo dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino que
dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero
incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas con
Franz, pero agitó sus papeles y dijo:
Aquí están mis documentos de identidad.
¿Y qué nos importan a nosotros? gritó ahora el vigilante más alto.
Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al
hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de
detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados
subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no
tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez
horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos. No
obstante, somos capaces de comprender que las instancias superiores, a cuyo
servicio estamos, antes de disponer una detención como ésta se han informado
a fondo sobre los motivos de la detención y sobre la persona del detenido. No
hay ningún error. El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de
él, y sólo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en
la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la
culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede
cometerse aquí un error?
No conozco esa ley dijo K.
Pues peor para usted dijo el vigilante.
Sólo existe en sus cabezas dijo K, que quería penetrar en los
pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o ir
ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:
Ya sentirá sus efectos.
Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:
Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma
que es inocente.
Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada dijo el
otro.
K ya no respondió. «¿Acaso pensó debo dejarme confundir por la
cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen serlo?
Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad sólo se basa en su
necedad. Un par de palabras que intercambie con una persona de mi nivel y
todo quedará incomparablemente más claro que en una conversación larga con
éstos». Paseó de un lado a otro de la habitación, seguía viendo enfrente a la
anciana, que ahora había arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a
la que mantenía abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.
Condúzcanme hasta su superior dijo K.
Cuando él lo diga, no antes dijo el vigilante llamado Willem. Y
ahora le aconsejo añadió que vaya a su habitación, se comporte con
tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación. Le
aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre,
pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la
benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que
seamos, al menos frente a usted somos hombres libres, y esa diferencia no es
ninguna nimiedad. A pesar de todo, estamos dispuestos, si tiene dinero, a
subirle un pequeño desayuno de la cafetería.
K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez no le
impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o la del recibidor, tal
vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo todo al extremo. Pero también
era posible que se echaran sobre él y, una vez en el suelo, habría perdido toda
la superioridad que, en cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón,
prefirió a esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de
los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los vigilantes
pronunciaran una palabra más.
Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa
manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora era su
único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco, resultaba, sin
duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido subir el vigilante de
la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado. Cierto, estaba descuidando sus
deberes matutinos en el banco, pero como su puesto era relativamente elevado
podría disculparse con facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó
en hacerlo. Si no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría
presentar a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente,
que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la habitación
opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los vigilantes, que le
hubieran confinado en la habitación y le hubieran dejado solo, pues allí tenía
múltiples posibilidades de quitarse la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se
preguntó, esta vez desde su perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo.
¿Acaso porque esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado
de su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando
hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo. Si la
limitación intelectual de los vigilantes no hubiese sido tan manifiesta, se
hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como consecuencia del mismo
convencimiento, consideraban peligroso dejarlo solo. Que vieran ahora, si
querían, cómo se acercaba a un armario, en el que guardaba un buen
aguardiente, cómo se tomaba un vaso como sustituto del desayuno y cómo
destinaba otro para darse valor, pero este último sólo como precaución para el
caso improbable de que fuera necesario.
En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua que
mordió el cristal del vaso.
El supervisor le llama dijeron.
Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto, seco,
militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue bienvenida.
¡Por fin! exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la
habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron a que
volviera a su habitación, como si fuera algo natural.
¿Pero cómo se le ocurre? gritaron. ¿Cómo pretende presentarse
ante el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros
también!
¡Al diablo con todo! gritó K, que ya había sido empujado hasta el
armario ropero. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar
encontrarme en traje de etiqueta.
No le servirá de nada resistirse dijeron los vigilantes, quienes, siempre
que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de tristeza, lo que le
confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en razón.
¡Ceremonias ridículas! gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la silla
y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al juicio de los
vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.
Tiene que ser una chaqueta negra dijeron.
K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:
Aún no se puede tratar de la vista oral.
Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión: Tiene que ser
una chaqueta negra.
Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien dijo K, que
abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó su mejor
traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado impresión entre sus
amigos. A continuación, sacó también una camisa y comenzó a vestirse
cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al comprobar que los
vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño. Los observaba para ver si
se acordaban, pero naturalmente no se les ocurrió; sin embargo, Willem no
olvidó enviar a Franz al supervisor con la noticia de que K se estaba vistiendo.
Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem, la
habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya puerta, de dos
hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien sabía K, había sido
ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que solía salir muy temprano
a trabajar y llegaba tarde por las noches, y con la que K apenas había cruzado
algunas palabras de saludo. Ahora la mesilla de noche había sido desplazada
desde la cama hasta el centro de la habitación para servir de mesa de
interrogatorio, y el supervisor se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas
cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas
de la habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la
señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana, que
permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente se
encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión había aumentado, pues
detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa abierta, mostrando el
pecho, que no paraba de retorcer y presionar con los dedos su perilla pelirroja.
¿Josef K? preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su atención
dispersa.
K asintió.
¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta mañana?
preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios para el
interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que había sobre la
mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un acerico.
Así es dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber
encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre su
asunto. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy sorprendido.
¿No muy sorprendido? preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en
el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su alrededor.
Es posible que no me interprete bien se apresuró a especificar.
Quiero decir
aquí K se interrumpió y buscó una silla. ¿Puedo
sentarme? preguntó.
No es lo normal respondió el supervisor.
Quiero decir dijo ahora K sin más pausas que me ha sorprendido
mucho, pero como llevo treinta años en el mundo y he tenido que abrirme
camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas, así que
no las tomo por la tremenda. Especialmente la de hoy, no.
¿Por qué no especialmente la de hoy?
No quiero decir que lo considere todo una broma, para ello me parecen
demasiado complicadas todas las precauciones que se han tomado. Tendrían
que participar todos los inquilinos de la pensión y también todos ustedes, eso
me parece rebasar los límites de una broma. Por eso no quiero decir que se
trata de una broma.
En efecto dijo el supervisor y se dedicó a contar las cerillas que había
en la caja.
Por otra parte continuó K, y se dirigió a todos, incluso le hubiera
gustado que los tres situados ante las fotografías se hubieran dado la vuelta
para escucharle, por otra parte el asunto no puede ser de mucha importancia.
Lo deduzco porque he sido acusado, pero no puedo encontrar ninguna culpa
por la que me pudieran haber acusado. Pero eso también es secundario. Las
preguntas principales son: ¿Quién me ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi
proceso? ¿Es usted funcionario? Ninguno tiene uniforme, a no ser que su traje
y se dirigió a Franz se pueda denominar un uniforme, aunque a mí me
parece más bien un traje de viaje. Reclamo claridad en estas cuestiones y estoy
convencido de que, una vez que hayan sido aclaradas, nos podremos despedir
amablemente.
El supervisor derribó la caja de cerillas sobre la mesa.
Usted se encuentra en un grave error dijo. Estos señores, aquí
presentes, y yo, carecemos completamente, en lo que se refiere a su asunto, de
importancia, más aún, apenas sabemos algo de él. Podríamos llevar los
uniformes reglamentarios y su asunto no habría empeorado un ápice. Tampoco
puedo decirle si le han acusado, o mejor, ni siquiera sé si le han acusado.
Usted está detenido, eso es cierto, no sé más. Es posible que los vigilantes
hayan charlado de otra cosa, pero eso sólo es una charla. Aunque no pueda
responder a sus preguntas, sí le puedo aconsejar que piense menos en nosotros
y en lo que le pueda ocurrir y piense más en sí mismo. Y tampoco alardee
tanto de su inocencia, estropea la buena impresión que da. También debería ser
más reservado al hablar, casi todo lo que ha dicho hasta ahora se podría haber
deducido de su comportamiento aunque hubiera dicho muchas menos
palabras, además, no resulta muy favorable para su causa.
K miró fijamente al supervisor. ¿Acaso recibía lecciones de un hombre que
probablemente era más joven que él? ¿Le reprendían por su sinceridad? ¿Y no
iba a saber nada de su detención ni del que la había dispuesto? Se apoderó de
él cierta excitación, fue de un lado a otro, siempre y cuando nada ni nadie se lo
impedía, se subió los puños de la camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo,
pasó al lado de los tres señores, dijo «esto es absurdo», por lo que éstos se
volvieron y le contemplaron con amabilidad, pero serios, y, finalmente, se
paró ante la mesa del supervisor.
El fiscal Hasterer es un buen amigo mío dijo, ¿le puedo llamar por
teléfono?
Por supuesto dijo el supervisor, pero no sé qué sentido podría tener
hacerlo, a no ser que quisiera hablar con él de algún asunto particular.
¿Qué sentido? gritó K, más confuso que enojado. ¿Pero, entonces,
quién es usted? Usted pretende encontrar algún sentido y procede de la manera
más absurda. Esto es para volverse loco. Estos señores me han asaltado y
ahora están aquí sentados o pasean alrededor y me obligan a comparecer ante
usted como si fuera un colegial. ¿Qué sentido tendría llamar a un fiscal si,
como indican las apariencias, estoy detenido? Bien, no llamaré por teléfono.
Pero hágalo dijo el supervisor, y extendió la mano en dirección al
recibidor, donde estaba el teléfono, por favor, llame.
No, ya no quiero dijo K, y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver
a las personas de enfrente, quienes ahora, al ver aparecer a K en la ventana, se
sintieron algo perturbadas en su papel de tranquilos espectadores. Los
ancianos querían levantarse, pero el hombre que estaba detrás de ellos los
tranquilizó.
¡Allí hay unos mirones! gritó K hacia el supervisor y los señaló con el
dedo. ¡Fuera de ahí!
Los tres retrocedieron inmediatamente unos pasos, los dos ancianos se
colocaron, incluso, detrás del hombre, que con su ancho cuerpo los tapaba. Por
los movimientos de su boca se podía deducir que estaba diciendo algo, aunque
incomprensible desde la distancia. Pero no llegaron a desaparecer del todo,
más bien parecían esperar el instante en que pudieran acercarse a la ventana
sin ser notados.
¡Gente impertinente y desconsiderada! dijo K al volverse hacia la
habitación. El supervisor probablemente asintió, al menos así lo creyó K al
dirigirle una mirada de soslayo. Aunque también era posible que no hubiera
escuchado, pues había extendido una de sus manos en la mesa y parecía
comparar los dedos. Los dos vigilantes estaban sentados en un baúl cubierto
con un paño decorativo y frotaban sus rodillas. Los tres jóvenes habían
colocado las manos en las caderas y miraban alrededor sin fijarse en nada.
Había un silencio como el que reina en una oficina vacía.
Bien, señores dijo K, pues le pareció que él era quien lo soportaba
todo sobre sus hombros, de su actitud se puede deducir que han concluido
con mi asunto. Soy de la opinión de que lo mejor sería no pensar más sobre si
su actuación está justificada o no y terminar el caso reconciliados, con un
apretón de manos. Si comparten mi opinión, entonces, por favor
y se
acercó a la mesa del supervisor alargándole la mano.
El supervisor elevó la mirada, se mordió el labio y miró la mano extendida
de K. Aún creía K que el supervisor la estrecharía, pero éste se levantó, cogió
un sombrero que estaba sobre la cama de la señorita Bürstner y se lo colocó
cuidadosamente con las dos manos, como hace la gente cuando se prueba un
sombrero nuevo.
¡Qué fácil le parece todo a usted! dijo a K mientras se ponía el
sombrero. Deberíamos terminar el asunto con una despedida conciliadora,
¿ésa es su opinión? No, no, así no funcionan las cosas, y con esto tampoco le
estoy diciendo que se desespere. No, ¿por qué hacerlo? Usted está detenido,
nada más. Eso es lo que tenía que comunicarle, he cumplido mi misión y
también he visto cómo ha reaccionado. Con eso es suficiente por hoy, ya
podemos despedirnos, aunque sólo por el momento. Usted querrá ir al
banco
¿Al banco? preguntó K. Pensé que estaba detenido.
K preguntó con cierto consuelo, pues aunque su apretón de manos no había
sido aceptado, desde que el supervisor se había levantado se sentía mucho más
independiente de aquella gente. Quería seguirles el juego. Tenía la intención,
en el caso de que se fueran, de ir detrás de ellos hasta la puerta y ofrecerles su
detención. Por eso repitió:
¿Cómo puedo ir al banco, si estoy detenido?
¡Ah, ya! dijo el supervisor, que había llegado a la puerta, me ha
entendido mal, usted está detenido, cierto, pero eso no le impide cumplir con
sus obligaciones laborales. Debe seguir su vida normal.
Entonces estar detenido no es tan malo dijo K, y se acercó al
supervisor.
No he dicho nada que lo desmienta dijo éste.
Pero tampoco parece que haya sido necesaria la comunicación de la
detención dijo K, y se acercó más. También los otros se habían acercado.
Todos se habían reunido en un pequeño espacio al lado de la puerta.
Era mi deber dijo el supervisor.
Un deber bastante tonto dijo K inflexible.
Puede ser respondió el supervisor, pero no vamos a perder el
tiempo con conversaciones como ésta. He pensado que querría ir al banco.
Como usted está al tanto de todas las palabras, añado: no le obligo a ir al
banco, sólo he supuesto que quería hacerlo. Para facilitárselo y para que su
llegada al banco sea lo más discreta posible, he mantenido a estos tres jóvenes,
colegas suyos, a su disposición.
¿Cómo? gritó K, y miró asombrado a los tres.
Aquellos jóvenes tan anodinos y anémicos, que él aún recordaba sólo
como grupo al lado de las fotografías, eran realmente funcionarios de su
banco, no colegas, eso era demasiado decir, y demostraba una laguna en la
omnisciencia del supervisor, aunque, en efecto, se trataba de funcionarios
subordinados del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Hasta qué
punto había concentrado la atención en el supervisor y en los vigilantes, que
había sido incapaz de reconocer a esos tres: al torpe Rabensteiner, siempre
agitando las manos, al rubio Kullych, con los ojos caídos, y a Kaminer, con su
sonrisa insoportable, producto de una distrofia muscular crónica.
¡Buenos días! dijo K, pasado un rato, y ofreció su mano a los señores,
que se inclinaron correctamente. No les había reconocido. Bien, entonces
nos vamos juntos al trabajo, ¿no?
Los tres jóvenes asintieron solícitos y sonriendo, como si hubieran estado
esperando ese momento durante todo el tiempo, sólo cuando K echó de menos
su sombrero, que se había quedado en su cuarto, se apresuraron, uno detrás del
otro, a recogerlo, de lo que se podía deducir cierta perplejidad. K permaneció
en silencio y vio cómo se alejaban a través de las dos puertas abiertas, el
último, naturalmente, era el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a
adoptar un elegante trote corto. Kaminer le entregó el sombrero, y K tuvo que
decirse expresamente, lo que, por lo demás, era necesario con frecuencia en el
banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada, que en realidad era
incapaz de sonreír intencionadamente. En el recibidor, la señora Grubach, que
no aparentaba ninguna conciencia culpable, abrió la puerta de la calle a todo el
grupo, y K, como muchas veces, se quedó mirando la cinta de su delantal, que
ceñía innecesariamente su poderoso cuerpo. Una vez fuera, K, con el reloj en
la mano, y para no aumentar el retraso de media hora, decidió llamar a un taxi.
Kaminer se acercó corriendo a una esquina para llamar a uno, pero mientras
los otros dos aparentemente intentaban distraer a K, Kullych señaló
repentinamente la puerta de enfrente, en la que acababa de aparecer el hombre
con la perilla pelirroja, quien quedó algo confuso, ya que ahora se mostraba en
toda su estatura, por lo que retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los
ancianos aún estaban en las escaleras. K se enfadó con Kullych por haber
llamado la atención sobre el hombre al que ya había visto antes y al que
incluso había esperado.
No mire hacia allí balbuceó, sin darse cuenta de lo llamativa que
resultaba esa forma de expresarse cuando se dirigía a personas maduras. Pero
tampoco era necesaria ninguna explicación, pues acababa de llegar el coche,
así que se sentaron y partieron. En ese instante, K se acordó de que no se había
percatado de la partida del supervisor y de los vigilantes, el supervisor le había
ocultado a los tres funcionarios y ahora los funcionarios habían ocultado, a su
vez, al supervisor. Eso no denotaba mucha serenidad, así que K se propuso
observarse mejor. No obstante, se dio la vuelta y se inclinó por si todavía
existía la posibilidad de ver al supervisor y a los vigilantes. Pero recuperó en
seguida su posición original sin ni siquiera haber intentado buscar a alguien,
reclinándose cómodamente en uno de los extremos del asiento del coche.
Aunque no lo aparentaba, habría necesitado ahora algo de conversación, pero
los señores parecían cansados. Rabensteiner miraba hacia la derecha, Kullych
hacia la izquierda y sólo Kaminer estaba a su disposición con sus muecas, y
hacer una broma sobre ellas, por desgracia, lo prohibía la humanidad.
Conversación con la señora Grubach. La Señorita Bürstner
En esa primavera, K, después del trabajo, cuando era posible
normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina, solía dar un paseo
por la noche solo o con algún conocido y luego se iba a una cervecería, donde
se sentaba hasta las once en una tertulia compuesta en su mayor parte por
hombres ya mayores. Pero había excepciones en esta rutina, por ejemplo
cuando el director del banco, que apreciaba su capacidad de trabajo y su
formalidad, le invitaba a una excursión con el coche o a cenar en su villa.
Además, una vez a la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que
trabajaba de camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y
durante el día sólo recibía en la cama a sus visitas.
Aquella noche, sin embargo el día había transcurrido con rapidez por el
trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños, K quería
regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas del trabajo había
pensado en ello. Sin saber con certeza por qué, le parecía que los incidentes de
aquella mañana habían causado un gran desorden en la vivienda de la señora
Grubach y que su presencia era necesaria para restaurar de nuevo el orden.
Una vez restaurado, quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo
volvería a los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que
temer, se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco,
tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado con
frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para observarlos y
siempre los había podido despedir satisfecho.
Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K se
encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas
abiertas y fumando en pipa.
¿Quién es usted? preguntó K en seguida y acercó su rostro al del
muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.
Soy el hijo del portero, señor respondió el muchacho, se sacó la pipa
de la boca y se apartó.
¿El hijo del portero? preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón
en el suelo.
¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?
No, no dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el
muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara. Está bien dijo, y siguió,
pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.
Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar
con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo
una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se
disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era
muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar
con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la
habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que
había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido
retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio pensó, él
probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido
capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto
agradecimiento.
¿Por qué trabaja hasta tan tarde? preguntó.
Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de
sus manos en las medias.
Hay mucho trabajo dijo ella. Durante el día me debo a los
inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me quedan las
noches.
Hoy le he causado un trabajo extraordinario.
¿Por qué? preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en
su regazo.
Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.
¡Ah, ya! dijo, y se volvió a tranquilizar. Eso no me ha causado
mucho trabajo.
K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse
de que le hable del asunto pensó, no considera correcto que hable de ello. Más
importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer
mayor».
Algo de trabajo sí ha causado dijo, pero no se volverá a repetir.
No, no se puede repetir dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con
tristeza.
¿Lo cree de verdad? preguntó K.
Sí dijo ella en voz baja, pero ante todo no se lo debe tomar muy en
serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta
confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los
vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso
me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la
casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo.
No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se
detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta
detención
, me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna
tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe
entender.
No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo
su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo
complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso
es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la
ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna
consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una
vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces
habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y
no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan
desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me
podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono
interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar
gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre
sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí
enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco
quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una
mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe
dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.
«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» pensó, y miró a la mujer
de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él
también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había
entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que
no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:
No se lo tome muy en serio, señor K dijo con voz temblorosa y,
naturalmente, olvidó darle la mano.
No sabía que se lo tomaba tan en serio dijo K, repentinamente agotado al
comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.
Ya desde la puerta preguntó:
¿Está en casa la señorita Bürstner?
No dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y
seca información. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé
algún recado?
Sólo quería conversar un poco con ella.
Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele
llegar tarde.
Da igual dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse, sólo
quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación
esta mañana.
Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la
señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya
está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.
Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.
Gracias, lo creo dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna
iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera
la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama
alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.
La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche dijo K, y
contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.
¡Ah, la gente joven! dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.
Cierto, cierto dijo K, pero no se deben extremar las cosas. No,
claro que no dijo la señora Grubach. Tiene mucha razón, señor K. Tal vez
también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una
muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo
eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la
he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta
muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted,
pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo
único en ella que considero sospechoso.
Está equivocada dijo K furioso e incapaz de ocultarlo, usted ha
interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir
eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está
completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que
usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le
quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.
Señor K
dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás
de K hasta la puerta, que él ya había abierto, por el momento no quiero hablar
con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he
confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en
beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.
¡Decencia! gritó K a través de la rendija de la puerta, si quiere que la
pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.
A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo
posterior.
Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y
comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún
posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas
palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a
pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner
para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le
pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él
mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada
podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable.
Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto un
poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el que entraba, se
echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un cigarrillo, hasta las
once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió más, así que se fue al recibidor,
como si al hacerlo pudiese acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No es
que deseara especialmente verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su
aspecto, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le
procurase intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía
responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita prevista a
Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a la taberna en la que
Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la conversación con la señorita
Bürstner.
Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K,
que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo
ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se escondió
detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de llegar. Después de
cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un chal de seda sobre sus
esbeltos hombros. A continuación, se dirigió a su habitación, en la que K,
como era medianoche, ya no podría entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle
la palabra ahora; por desgracia, había olvidado encender la luz de su
habitación, por lo que su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de
un asalto y se vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y
como no podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:
Señorita Bürstner.
Sonó como una súplica, no como una llamada.
¿Hay alguien ahí? preguntó la señorita Bürstner, y miró a su alrededor
con los ojos muy abiertos.
Soy yo dijo K abriendo la puerta.
¡Ah, señor K! dijo la señorita Bürstner sonriendo. Buenas noches y
le tendió la mano.
Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?
¿Ahora? preguntó la señorita Bürstner. ¿Tiene que ser ahora? Es un
poco extraño, ¿no?
La estoy esperando desde las nueve.
¡Ah!, bueno, he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.
El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido
esta mañana.
Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga un par
de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar, despertaremos a
todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por las molestias causadas a
los demás, sino por nosotros. Espere aquí hasta que haya encendido la luz en
mi habitación y entonces apague la suya.
Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en voz
baja a entrar en su habitación.
Siéntese dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado de
la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se quitó su
pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.
Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo dijo, y cruzó
ligeramente las piernas.
Tal vez le parezca comenzó K que el asunto no era tan urgente
como para tener que hablarlo ahora, pero
Siempre ignoro las introducciones dijo la señorita Bürstner.
Bien, eso me facilita las cosas dijo K. Su habitación ha sido esta
mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron unos
extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi culpa. Por eso
quisiera pedirle perdón.
¿Mi habitación? preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la
habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.
Así ha sido dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos. La
manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.
Pero es precisamente lo interesante dijo la señorita Bürstner.
No dijo K.
Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si
usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus disculpas,
sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.
Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró frente
a las fotografías.
Mire exclamó, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal
gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.
K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía
dominar su absurda e inculta vivacidad.
Es extraño dijo la señorita Bürstner, me veo obligada a prohibirle
algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación cuando me
hallo ausente.
Yo le aseguro, señorita Bürstner dijo K, acercándose a las fotografías
, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no me cree, debo
reconocer que la comisión investigadora ha traído a tres funcionarios del
banco, de los cuales uno, al que cuando se me presente la primera oportunidad
despediré del banco, probablemente tomó las fotografías en la mano. Sí añadió
K, ya que la señorita le había lanzado una mirada interrogativa, esta mañana
hubo aquí una comisión investigadora.
¿Por usted? preguntó la señorita.
Sí respondió K.
No exclamó ella, y rio.
Sí, sí dijo K, ¿cree que soy inocente?
Bueno, inocente
dijo la señorita. No quiero emitir ahora un juicio
trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un delito grave
para mandar inmediatamente a una comisión investigadora. Pero como está en
libertad deduzco por su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel,
no ha podido cometer un delito semejante.
Sí dijo K, pero la comisión investigadora puede haber comprobado
que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.
Cierto, puede ser dijo ella muy atenta.
Ve usted dijo K, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.
No, no la tengo dijo la señorita Bürstner, y lo he lamentado con
frecuencia, pues quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me interesan
mucho. Los tribunales ejercen una poderosa fascinación, ¿verdad? Pero es
muy probable que perfeccione mis conocimientos en este terreno, pues el mes
próximo entro a trabajar en un bufete de abogados como secretaria.
Eso está muy bien dijo K, así podrá ayudarme un poco en mi
proceso.
Podría ser dijo ella, ¿por qué no? Me gusta aplicar mis
conocimientos.
Se lo digo en serio dijo K, o al menos en el tono medio en broma
medio en serio que usted ha empleado. El asunto es demasiado pequeño como
para contratar a un abogado, pero podría necesitar a un consejero.
Sí, pero si yo tuviera que ser el consejero, debería saber de qué se trata
dijo la señorita Bürstner.
Ahí está el quid, que ni yo mismo lo sé.
Entonces ha estado bromeando conmigo, dijo ella muy decepcionada
, ha sido algo completamente innecesario elegir una hora tan intempestiva
y se alejó de las fotografías, donde hacía rato que permanecían juntos.
Pero no, señorita dijo K, no bromeo en absoluto. ¡Que no me quiera
creer! Le he contado todo lo que sé, incluso más de lo que sé, pues no era
ninguna comisión investigadora, le he dado ese nombre porque no sabía cómo
denominarla. No se ha investigado nada, sólo fui detenido, pero por una
comisión.
La señorita Bürstner se sentó en la otomana y rio de nuevo:
¿Cómo fue entonces? preguntó.
Horrible dijo K, pero ya no pensaba en ello, se había quedado
absorto en la contemplación de la señorita Bürstner, que, con la mano apoyada
en el rostro, descansaba el codo en el cojín de la otomana y acariciaba
lentamente su cadera con la otra mano.
Eso es demasiado general dijo ella.
¿Qué es demasiado general? preguntó K. Entonces se acordó y
preguntó:
¿Le puedo mostrar cómo ha ocurrido? quería animar algo el ambiente
para no tener que irse.
Estoy muy cansada dijo la señorita Bürstner.
Vino muy tarde dijo K.
Y para colmo termina haciéndome reproches: me lo merezco, pues no
debería haberle dejado entrar. Tampoco era necesario, como se ha comprobado
después.
Era necesario, ahora lo comprenderá dijo K. ¿Puedo desplazar de su
cama la mesilla de noche?
Pero, ¿qué se le ha ocurrido? dijo la señorita Bürstner. ¡Por
supuesto que no!
Entonces no se lo podré mostrar dijo K excitado, como si le causaran
un daño enorme.
Bueno, si lo necesita para su representación, desplace la mesilla dijo
la señorita Bürstner, y añadió poco después con voz débil:
Estoy tan cansada que permito más de lo debido.
K colocó la mesilla en el centro de la habitación y se sentó detrás.
Debe imaginarse correctamente la posición de las personas, es muy
interesante. Yo soy el supervisor, allí, en el baúl, se sientan los dos vigilantes,
al lado de las fotografías permanecen tres jóvenes, en el picaporte de la
ventana cuelga, lo que menciono sólo de pasada, una blusa blanca. Y ahora
comienza la función. Ah, se me olvidaba la persona más importante, yo estaba
aquí, ante la mesilla. El supervisor estaba sentado con toda comodidad, las
piernas cruzadas, el brazo colgando sobre el respaldo, tamaña grosería. Y
ahora comienza todo de verdad. El supervisor me llama como si quisiera
despertarme del sueño más profundo, es decir grita, por desgracia tengo que
gritar para que lo comprenda, aunque sólo gritó mi nombre.
La señorita Bürstner, que escuchaba sonriente, se llevó el dedo índice a los
labios para evitar que K gritase, pero era demasiado tarde, K estaba tan
identificado con su papel que gritó:
¡Josef K!
Aunque no lo hizo con la fuerza con que había amenazado, sí con la
suficiente como para que el grito, una vez emitido, se expandiera lentamente
por la habitación.
En ese instante golpearon la puerta de la habitación contigua; fueron
golpes fuertes, cortos y regulares. La señorita Bürstner palideció y se puso la
mano en el corazón. K se llevó un susto enorme, pues llevaba un rato en el que
sólo había sido capaz de pensar en el incidente de la mañana y en la muchacha
ante la que lo estaba representando. Apenas se había recuperado, saltó hacia la
señorita Bürstner y tomó su mano.
No tema usted nada le susurró, yo lo arreglaré todo. Pero, ¿quién
puede ser? Aquí al lado sólo está el salón y nadie duerme en él.
¡Oh, sí! susurró la señorita Bürstner al oído de K, desde ayer
duerme un sobrino de la señora Grubach, un capitán. Ahora mismo no queda
ninguna habitación libre. También yo lo había olvidado. ¡Cómo se le ocurre
gritar así! Soy muy infeliz por su culpa.
No hay ningún motivo dijo K, y besó su frente cuando ella se reclinó
en el cojín.
Fuera, márchese dijo ella, y se incorporó rápidamente, márchese.
Qué quiere, él escucha detrás de la puerta, lo escucha todo. ¡No me atormente
más!
No me iré dijo K hasta que se haya calmado. Venga a la esquina
opuesta de la habitación, allí no nos puede escuchar.
Ella se dejó llevar.
Piense que se trata sólo de una contrariedad, pero que no entraña ningún
peligro. Ya sabe cómo me admira la señora Grubach, que es la que decide en
este asunto, sobre todo considerando que el capitán es sobrino suyo. Se cree
todo lo que le digo. Además, depende de mí, pues me ha pedido prestada una
gran cantidad de dinero. Aceptaré todas sus propuestas para una aclaración de
nuestro encuentro, siempre que sea oportuno, y le garantizo que la señora
Grubach las creerá sinceramente y así lo manifestará en público. No tenga
conmigo ningún tipo de miramientos. Si quiere que se difunda que la he
sorprendido, así será instruida la señora Grubach y lo creerá sin perder la
confianza en mí, tanto apego me tiene.
La señorita Bürstner contemplaba el suelo en silencio y un poco hundida.
¿Por qué no va a creerse la señora Grubach que la he sorprendido?
añadió K. Ante él veía su pelo rojizo, separado por una raya, holgado en las
puntas y recogido en la parte superior. Creyó que le iba a mirar, pero ella, sin
cambiar de postura, dijo:
Discúlpeme, me he asustado tanto por los golpes repentinos, no por las
consecuencias que podría traer consigo la presencia del capitán. Después de su
grito estaba todo tan silencioso y de repente esos golpes, por eso estoy tan
asustada. Yo estaba sentada al lado de la puerta, los golpes se produjeron casi
a mi lado. Le agradezco sus proposiciones, pero no las acepto. Puedo asumir la
responsabilidad por todo lo que ocurre en mi habitación y, además, frente a
cualquiera. Me sorprende que no note la ofensa que suponen para mí sus
sugerencias, por más que reconozca sus buenas intenciones. Pero ahora
márchese, déjeme sola, ahora lo necesito mucho más que antes. Los pocos
minutos que usted había pedido se han convertido en media hora o más.
K tomó su mano y luego su muñeca.
¿No se habrá enfadado conmigo? dijo él.
Ella retiró su mano y respondió:
No, no, soy incapaz de enfadarme.
K volvió a tomar su muñeca y ella, esta vez, lo aceptó, pero le condujo así
hasta la puerta. Él estaba firmemente decidido a irse, pero al llegar a la puerta,
como si no hubiera esperado encontrarse allí con semejante obstáculo, se
detuvo, lo que la señorita Bürstner aprovechó para desasirse, abrir la puerta,
deslizarse hasta el recibidor y, desde allí, decirle a K en voz baja:
Ahora váyase, se lo pido por favor. Mire ella señaló la puerta del capitán,
por debajo de la cual asomaba un poco de luz, ha encendido la luz y nos está
espiando.
Ya voy dijo K, salió, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca,
luego ávidamente por todo el rostro, como un animal sediento que introduce la
lengua en el anhelado manantial. Finalmente la besó en el cuello, a la altura de
la garganta: allí dejó reposar sus labios un rato. Un ruido procedente de la
habitación del capitán le obligó a mirar. Ya me voy dijo él, quiso llamarla por
su nombre de pila, pero no lo sabía. Ella asintió cansada, le dejó la mano,
mientras se volvía, para que la besara, como si no quisiera saber nada más y se
retiró, encogida, a su habitación. Poco después K yacía en su cama. Se durmió
rápidamente, aunque antes de dormirse pensó un poco en su comportamiento.
Estaba satisfecho, pero se maravilló de no estar aún más satisfecho. Se
preocupó seriamente por la señorita Bürstner a causa del capitán.
Primera citación judicial
A K le habían comunicado por teléfono que el domingo próximo tendría
lugar una corta vista para la instrucción procesal de su causa. Sé le advertía
que esas vistas se celebraban periódicamente, aunque no todas las semanas.
También le comunicaron que todos tenían interés en concluir el proceso lo más
rápidamente posible; sin embargo, las investigaciones tenían que ser
minuciosas en todos los aspectos, aunque, al mismo tiempo, el esfuerzo unido
a ellas jamás debía durar demasiado. Precisamente por este motivo se había
elegido realizar ese tipo de citaciones cortas y continuadas. Se había optado
por el domingo como día de la vista sumarial para no perturbar las
obligaciones profesionales de K. Se presumía que él estaría de acuerdo, pero si
prefería otra fecha se intentaría satisfacer su deseo. Las citaciones podían tener
lugar también por la noche, pero K no estaría lo suficientemente fresco. Así
pues, y mientras K no objetase nada, la instrucción se llevaría a cabo los
domingos. Era evidente que debía comparecer, ni siquiera era necesario
advertírselo. Le dijeron el número de la casa: estaba situada en una calle
apartada de los suburbios en la que K jamás había estado.
Una vez oído el mensaje, K colgó el auricular sin contestar; estaba
decidido a ir el domingo: con toda seguridad era necesario; el proceso se había
puesto en marcha y tenía que dejar claro que esa citación debía ser la última.
Aún permanecía pensativo junto al aparato, cuando escuchó detrás de él la voz
del subdirector, que quería llamar por teléfono. K le obstruía el paso.
¿Malas noticias? preguntó el subdirector sin pensar, no para saber
algo, sino simplemente para apartar a K del teléfono.
No, no dijo K, que se apartó pero no se alejó.
El subdirector cogió el auricular y, mientras esperaba la conexión
telefónica, se dirigió a K:
Una pregunta, señor K, ¿le apetecería venir a una fiesta que doy el
domingo en mi velero? Nos reuniremos un buen grupo y encontrará conocidos
suyos, entre otros al fiscal Hasterer. ¿Quiere venir? ¡Venga, anímese!
K intentó prestar atención a lo que decía el subdirector. No carecía de
importancia para él, pues esa invitación del subdirector, con el que nunca se
había llevado bien, suponía un intento de reconciliación de su parte y, al
mismo tiempo, mostraba la importancia que K había adquirido en el banco, así
como lo valiosa que le parecía al segundo funcionario más importante del
banco su amistad o, al menos, su imparcialidad. Esa invitación suponía,
además, una humillación del subdirector, por más que la hubiera formulado
por encima del auricular mientras esperaba la conexión telefónica. Pero K se
vio obligado a ocasionarle una segunda humillación, dijo:
¡Muchas gracias! Pero por desgracia el domingo no tengo tiempo, tengo
un compromiso.
Es una pena dijo el subdirector, que se concentró en su conversación
telefónica. No fue una conversación corta y K permaneció todo el tiempo
pensativo al lado del teléfono. Cuando el subdirector colgó, K se asustó y dijo
para disculpar su pasiva permanencia allí:
Me acaban de llamar por teléfono, tendría que ir a algún sitio, pero se les
ha olvidado decirme la hora.
Pregunte usted dijo el subdirector.
No es tan importante dijo K, aunque así dejaba sin fundamento su ya
débil disculpa anterior. El subdirector habló todavía sobre algunas cosas
mientras se iba, K hizo un esfuerzo para responderle, pero sólo pensaba en que
lo mejor sería ir el domingo a las nueve de la mañana, pues ésa era la hora en
que todos los juzgados comenzaban a trabajar los días laborables.
El domingo amaneció nublado. K se levantó muy cansado, ya que se había
quedado hasta muy tarde por la noche en una reunión de su tertulia. Casi se
había quedado dormido. Deprisa, sin apenas tiempo para pensar en nada ni
para recordar los distintos planes que había hecho durante la semana, se vistió
y salió corriendo, sin desayunar, hacia el suburbio indicado. Curiosamente, y
aunque apenas tenía tiempo para mirar a su alrededor, se encontró con los tres
funcionarios relacionados con su causa: Rabensteiner, Kullych y Kaminer. Los
dos primeros pasaron por delante de K en un tranvía, Kaminer, sin embargo,
estaba sentado en la terraza de un café y se inclinó con curiosidad sobre la
barandilla cuando K pasó a su lado. Todos miraron cómo se alejaba y se
sorprendieron por la prisa que llevaba. Era una suerte de despecho lo que
había inducido a K a no coger ningún vehículo para llegar a su destino, pues
quería evitar cualquier ayuda extraña en su asunto, por pequeña que fuera;
tampoco quería recurrir a nadie ni ponerle al corriente de ningún detalle;
finalmente tampoco tenía ganas de humillarse ante la comisión investigadora
con una excesiva puntualidad. No obstante, corría, pero sólo para llegar
alrededor de las nueve, aunque tampoco le habían citado a una hora concreta.
Había pensado que podría reconocer la casa desde lejos por algún signo,
que, sin embargo, no se había podido imaginar, o por cierto movimiento ante
la puerta. Pero en la calle Julius, que era en la que debía estar, y en cuyo inicio
permaneció K un rato, sólo se alineaban a ambos lados casas grises de alquiler,
altas y uniformes, habitadas por gente pobre. En aquella mañana de domingo
estaban todas las ventanas ocupadas, hombres en camiseta se apoyaban en los
antepechos y firmaban o sostenían cuidadosamente entre sus brazos a niños.
En otras ventanas colgaba la ropa de cama, sobre la que de vez en cuando
aparecía por un instante la cabeza desgreñada de alguna mujer. Se llamaban
unos a otros a través de la calle: una de esas llamadas provocó risas sobre K.
Repartidas con regularidad, a lo largo de la calle se encontraban, algo por
debajo del nivel de la acera, algunas tiendas a las que se descendía por unas
escaleras y en las que se vendían distintos alimentos. Se veía cómo entraban y
salían mujeres de ellas: otras permanecían charlando ante la puerta. Un
mercader de fruta, que pregonaba su mercancía y circulaba sin prestar
atención, casi atropella a K, también distraído, con su carro. En ese momento
comenzó a sonar un gramófono de un modo criminal: era un viejo aparato que
sin duda había conocido tiempos mejores en un barrio más elegante.
K avanzó lentamente por la calle, como si tuviera tiempo o como si el juez
de instrucción le estuviera viendo desde una ventana y supiera que K iba a
comparecer. Pasaban pocos minutos de las nueve. La casa quedaba bastante
lejos, era extraordinariamente ancha, sobre todo la puerta de entrada era muy
elevada y amplia. Aparentemente estaba destinada a la carga y descarga de
mercancías de los distintos almacenes que rodeaban el patio y que ahora
permanecían cerrados. En las puertas de los almacenes se podían ver los
letreros de las empresas. K conocía a alguna de ellas por su trabajo en el
banco. Aunque no era su costumbre, permaneció un rato en la entrada del
patio dedicándose a observar detenidamente todos los pormenores. Cerca de él
estaba sentado un hombre descalzo que leía el periódico. Dos muchachos se
columpiaban en un carro. Una niña débil, con la camisa del pijama, estaba al
lado de una bomba de agua y miraba hacia K mientras el agua caía en su jarra.
En una de las esquinas del patio estaban tendiendo un cordel entre dos
ventanas, del que colgaba la ropa para secarse. Un hombre permanecía debajo
y dirigía la operación con algunos gritos.
K se volvió hacia la escalera para dirigirse al juzgado de instrucción, pero
se quedó parado, ya que aparte de esa escalera veía en el patio otras tres
entradas con sus respectivas escaleras y, además, un pequeño corredor al final
del patio parecía conducir a un segundo patio. Se enojó porque nadie le había
indicado con precisión la situación de la sala del juzgado. Le habían tratado
con una extraña desidia o indiferencia, era su intención dejarlo muy claro.
Finalmente decidió subir por la primera escalera y, mientras lo hacía, jugó en
su pensamiento con el recuerdo de la máxima pronunciada por el vigilante
Willem, que el tribunal se ve atraído por la culpa, de lo que se podía deducir
que la sala del juzgado tenía que encontrarse en la escalera que K había
elegido casualmente.
Al subir le molestaron los numerosos niños que jugaban en la escalera y
que, cuando pasaba entre ellos, le dirigían miradas malignas. «Si tengo que
venir otra vez se dijo, tendré que traer caramelos para ganármelos o el bastón
para golpearlos». Cuando le quedaba poco para llegar al primer piso, se vio
obligado a esperar un rato, hasta que una pelota llegase, finalmente, a su
destino; dos niños, con rostros espabilados de granujas adultos, le sujetaron
por las perneras de los pantalones. Si hubiera querido desasirse de ellos, les
tendría que haber hecho daño y él temía el griterío que podían formar.
La verdadera búsqueda comenzó en el primer piso. Como no podía
preguntar sobre la comisión investigadora, se inventó a un carpintero
apellidado Lanz el nombre se le ocurrió porque el capitán, sobrino de la señora
Grubach, se apellidaba así, y quería preguntar en todas las viviendas si allí
vivía el carpintero Lanz, así tendría la oportunidad de ver las distintas
habitaciones. Pero resultó que la mayoría de las veces era superfluo, pues casi
todas las puertas estaban abiertas y los niños salían y entraban. Por regla
general eran habitaciones con una sola ventana, en las que también se
cocinaba. Algunas mujeres sostenían niños de pecho en uno de sus brazos y
trabajaban en el fogón con el brazo libre. Muchachas adolescentes,
aparentemente vestidas sólo con un delantal, iban de un lado a otro con gran
diligencia. En todas las habitaciones las camas permanecían ocupadas, yacían
enfermos, personas durmiendo o estirándose. K llamó a las puertas que
estaban cerradas y preguntó si allí vivía un carpintero apellidado Lanz. La
mayoría de las veces abrían mujeres, escuchaban la pregunta y luego se
dirigían a alguien en el interior de la habitación que se incorporaba en la cama.
El señor pregunta si aquí vive un carpintero, un tal Lanz.
¿Carpintero Lanz? preguntaban desde la cama.
Sí decía K, a pesar de que allí indudablemente no se encontraba la
comisión investigadora y que, por consiguiente, su misión había terminado.
Muchos creyeron que K tenía mucho interés en encontrar al carpintero
Lanz, intentaron recordar, nombraron a un carpintero que no se llamaba Lanz
u otro apellido que remotamente poseía cierta similitud, o preguntaron al
vecino, incluso acompañaron a K hasta una puerta alejada, donde, según su
opinión, posiblemente vivía un hombre con ese apellido como subinquilino, o
donde había alguien que podía dar una mejor información. Finalmente, ya no
fue necesario que siguiese preguntando, fue conducido de esa manera por
todos los pisos. Lamentó su plan, que al principio le había parecido tan
práctico. Antes de llegar al quinto piso, decidió renunciar a la búsqueda, se
despidió de un joven y amable trabajador que quería conducirle hacia arriba, y
bajó las escaleras. Entonces se enojó otra vez por la inutilidad de toda la
empresa. Así que volvió a subir y tocó a la primera puerta del quinto piso. Lo
primero que vio en la pequeña habitación fue un gran reloj de pared, que ya
señalaba las diez.
¿Vive aquí el carpintero Lanz? preguntó.
Pase, por favor dijo una mujer joven con ojos negros y luminosos, que
lavaba en ese preciso momento ropa de niño en un cubo, señalando hacia la
puerta abierta que daba a una habitación contigua.
K creyó entrar en una asamblea. Una aglomeración de la gente más dispar
nadie prestó atención al que entraba llenaba una habitación de mediano
tamaño con dos ventanas, que estaba rodeada, casi a la altura del techo, por
una galería que también estaba completamente ocupada y donde las personas
sólo podían permanecer inclinadas, con la cabeza y la espalda tocando el
techo. K, para quien el aire resultaba demasiado sofocante, volvió a salir y dijo
a la mujer, que probablemente le había entendido mal:
He preguntado por un carpintero, por un tal Lanz.
Sí dijo la mujer, pase usted, por favor.
La mujer se adelantó y cogió el picaporte: sólo por eso la siguió; a
continuación dijo:
Después de que entre usted tengo que cerrar, nadie más puede entrar.
Muy razonable dijo K, pero ya está demasiado lleno.
No obstante, volvió a entrar.
Acababa de pasar entre dos hombres, que conversaban junto a la puerta
uno de ellos hacía un ademán con las manos extendidas hacia adelante como si
estuviera contando dinero, el otro le miraba fijamente a los ojos, cuando una
mano agarró a K por el codo. Era un joven pequeño y de mejillas coloradas.
Venga, venga usted le dijo.
K se dejó guiar. Entre la multitud había un estrecho pasillo libre que la
dividía en dos partes, probablemente en dos facciones distintas. Esta impresión
se veía fortalecida por el hecho de que K, en las primeras hileras, apenas veía
algún rostro, ni a la derecha ni a la izquierda, que se volviera hacia él, sólo
veía las espaldas de personas que dirigían exclusivamente sus gestos y
palabras a los de su propio partido. La mayoría de los presentes vestía de
negro, con viejas y largas chaquetas sueltas, de las que se usaban en días de
fiesta. Esa forma de vestir confundió a K, que, si no, hubiera tomado todo por
una asamblea política del distrito.
En el extremo de la sala al que K fue conducido, había una pequeña mesa,
en sentido transversal, sobre una tarima muy baja, también llena de gente, y,
detrás de ella, cerca del borde de la tarima, estaba sentado un hombre pequeño,
gordo y jadeante, que, en ese preciso momento, conversaba entre grandes risas
con otro que había apoyado el codo en el respaldo de la silla y cruzado las
piernas, situado a sus espaldas. A veces hacía un ademán con la mano en el
aire, como si estuviera imitando a alguien. Al joven que condujo a K le costó
transmitir su mensaje. Dos veces se había puesto de puntillas y había intentado
llamar la atención, pero ninguno de los de arriba se fijó en él. Sólo cuando uno
de los de la tarima reparó en el joven y anunció su presencia, el hombre gordo
se volvió hacia él y escuchó inclinado su informe, transmitido en voz baja. A
continuación, sacó su reloj y miró rápidamente a K.
Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos dijo.
K quiso responder algo, pero no tuvo tiempo, pues apenas había terminado
de hablar el hombre, cuando se elevó un murmullo general en la parte derecha
de la sala.
Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos repitió
el hombre en voz más alta y paseó rápidamente su mirada por la sala. El rumor
se hizo más fuerte y, como el hombre no volvió a decir nada, se apagó
paulatinamente. En la sala había ahora menos ruido que cuando K había
entrado. Sólo los de la galería no cesaban en sus observaciones. Por lo que se
podía distinguir entre la oscuridad y el polvo, parecían vestir peor que los de
abajo. Algunos habían traído cojines, que habían colocado entre la cabeza y el
techo para no herirse.
K había decidido no hablar mucho y observar, por eso renunció a
defenderse de los reproches de impuntualidad y se limitó a decir:
Es posible que haya llegado tarde, pero ya estoy aquí.
A sus palabras siguió una ovación en la parte derecha de la sala.
«Gente fácil de ganar» pensó K, al que sólo le inquietó el silencio en la
parte izquierda, precisamente a sus espaldas, y de la que sólo había surgido
algún aplauso aislado. Pensó qué podría decir para ganárselos a todos de una
vez o, si eso no fuera posible, para ganarse a los otros al menos
temporalmente.
Sí dijo el hombre, pero yo ya no estoy obligado a interrogarle el
rumor se elevó, pero esta vez era equívoco, pues el hombre continuó después
de hacer un ademán negativo con la mano, aunque hoy lo haré como una
excepción. No obstante, un retraso como éste no debe volver a repetirse. Y
ahora, ¡adelántese!
Alguien bajó de la tarima, por lo que quedó un sitio libre que K ocupó.
Estaba presionado contra la mesa, la multitud detrás de él era tan grande que
tenía que ofrecer resistencia para no tirar de la tarima la mesa del juez
instructor o, incluso, al mismo juez.
El juez instructor, sin embargo, no se preocupaba por eso, estaba sentado
muy cómodo en su silla y, después de haberle dicho una última palabra al
hombre que permanecía detrás de él, cogió un libro de notas, el único objeto
que había sobre la mesa. Parecía un cuaderno colegial, era viejo y estaba
deformado por el uso.
Bien dijo el juez instructor, hojeó el libro y se dirigió a K con un tono
verificativo:
¿Usted es pintor de brocha gorda?
No dijo K, soy el primer gerente de un gran banco.
Esta respuesta despertó risas tan sinceras en la parte derecha de la sala que
K también tuvo que reír. La gente apoyaba las manos en las rodillas y se
agitaba tanto que parecía presa de un grave ataque de tos. También rieron
algunos de la galería. El juez instructor, profundamente enojado, como
probablemente era impotente frente a los de abajo, intentó resarcirse con los
de la galería. Se levantó de un salto, amenazó a la galería, y sus cejas se
elevaron espesas y negras sobre sus ojos.
La parte de la izquierda aún permanecía en silencio, los espectadores
estaban en hileras, con los rostros dirigidos a la tarima y, mientras los del
partido contrario formaban gran estruendo, escuchaban con tranquilidad las
palabras que se intercambiaban arriba, incluso toleraban que en un momento u
otro algunos de su facción se sumaran a la otra. La gente del partido de la
izquierda, que, por lo demás, era menos numeroso, en el fondo quería ser tan
insignificante como el partido de la derecha, pero la tranquilidad de su
comportamiento les hacía parecer más importantes. Cuando K comenzó a
hablar, estaba convencido de que hablaba en su sentido.
Su pregunta, señor juez instructor, de si soy pintor de brocha gorda
aunque en realidad no se trataba de una pregunta, sino de una apera afirmación
, es significativa para todo el procedimiento que se ha abierto contra mí.
Puede objetar que no se trata de ningún procedimiento, tiene razón, pues sólo
se trata de un procedimiento si yo lo reconozco como tal. Por el momento así
lo hago, en cierto modo por compasión. Aquí no se puede comparecer sino
con esa actitud compasiva, si uno quiere ser tomado en consideración. No digo
que sea un procedimiento caótico, pero le ofrezco esta designación para que
tome conciencia de su situación.
K interrumpió su discurso y miró hacia la sala. Lo que acababa de decir era
duro, más de lo que había previsto, pero era la verdad. Se había ganado alguna
ovación, pero todo permaneció en silencio, probablemente se esperaba con
tensión la continuación, tal vez en el silencio se preparaba una irrupción que
pondría fin a todo. Resultó molesto que en ese momento se abriera la puerta.
La joven lavandera, que probablemente había concluido su trabajo, entró en la
sala y a pesar de toda su precaución, atrajo algunas miradas. Sólo el juez de
instrucción le procuró a K una alegría inmediata, pues parecía haber quedado
afectado por sus palabras. Hasta ese momento había escuchado de pie, pues el
discurso de K le había sorprendido mientras se dirigía a la galería. Ahora que
había una pausa, se volvió a sentar, aunque lentamente, como si no quisiera
que nadie lo advirtiera. Probablemente para calmarse volvió a tomar el libro
de notas.
No le ayudará nada continuó K, también su cuadernillo confirma lo
que le he dicho.
Satisfecho al oír sólo sus sosegadas palabras en la asamblea, K osó
arrebatar, sin consideración alguna, el cuaderno al juez de instrucción. Lo
cogió con las puntas de los dedos por una de las hojas del medio, como si le
diera asco, de tal modo que las hojas laterales, llenas de manchas amarillentas,
escritas apretadamente por ambas caras, colgaban hacia abajo.
Éstas son las actas del juez instructor dijo, y dejó caer el cuaderno
sobre la mesa. Siga leyendo en él, señor juez instructor, de ese libro de cuentas
no temo nada, aunque no esté a mi alcance, ya que sólo puedo tocarlo con la
punta de dos dedos.
Sólo pudo ser un signo de profunda humillación, o así se podía interpretar,
que el juez instructor cogiera el cuaderno tal y como había caído sobre la
mesa, lo intentara poner en orden y se propusiera leer en él de nuevo.
Los rostros de las personas en la primera hilera estaban dirigidos a K con
tal tensión que él los contempló un rato desde arriba. Eran hombres mayores,
algunos con barba blanca. Es posible que ésos fueran los más influyentes en la
asamblea, la cual, a pesar de la humillación del juez instructor, no salió de la
pasividad en la que había quedado sumida desde que K había comenzado a
hablar.
Lo que me ha ocurrido continuó K con voz algo más baja que antes,
buscando los rostros de la primera fila, lo que dio a su discurso un aire de
inquietud, lo que me ha ocurrido es un asunto particular y, como tal, no muy
importante, pues no lo considero grave, pero es significativo de un
procedimiento que se incoa contra otros muchos. Aquí estoy en representación
de ellos y no sólo de mí mismo.
Había elevado la voz involuntariamente. En algún lugar alguien aplaudió
con las manos alzadas y gritó:
¡Bravo! ¿Por qué no? ¡Otra vez bravo!
Los ancianos de las primeras filas se acariciaron las barbas, pero ninguno
se volvió a causa de la exclamación. Tampoco K le atribuyó ninguna
importancia, seguía animado. Ya no creía necesario que todos aplaudieran, le
bastaba con que la mayoría comenzase a reflexionar sobre el asunto y que
alguno, de vez en cuando, se dejara convencer.
No quiero alcanzar ningún triunfo retórico dijo K, sacando
conclusiones de su reflexión, tampoco podría. Es muy probable que él señor
juez instructor hable mucho mejor que yo, es algo que forma parte de su
profesión. Lo único que deseo es la discusión pública de una irregularidad
pública. Escuchen: fui detenido hace diez días, me río de lo que motivó mi
detención, pero eso no es algo para tratarlo aquí. Me asaltaron por la mañana
temprano, cuando aún estaba en la cama. Es muy posible no se puede
excluir por lo que ha dicho el juez instructor que tuvieran la orden de
detener a un pintor, tan inocente como yo, pero me eligieron a mí. La
habitación contigua estaba ocupada por dos rudos vigilantes. Si yo hubiera
sido un ladrón peligroso, no se hubieran podido tomar mejores medidas. Esos
vigilantes eran, por añadidura, una chusma indecente, su cháchara era
insufrible, se querían dejar sobornar, se querían apropiar con trucos de mi ropa
interior y de mis trajes, querían dinero para, según dijeron, traerme un
desayuno, después de haberse comido con desvergüenza inusitada el mío ante
mis propios ojos. Y eso no fue todo. Me llevaron a otra habitación, ante el
supervisor. Era la habitación de una dama, a la que aprecio mucho, y tuve que
ver cómo esa habitación, por mi causa aunque no por mi culpa, fue ensuciada
en cierto modo por la presencia de los vigilantes y del supervisor. No fue fácil
guardar la calma. No obstante, lo conseguí, y pregunté al supervisor con toda
tranquilidad si estuviera aquí presente lo tendría que confirmar por qué
estaba detenido. ¿Y qué respondió ese supervisor, al que aún puedo ver
sentado en el sillón de la mencionada dama, como la personificación de la
arrogancia más estúpida? Señores, en el fondo no respondió nada, tal vez ni
siquiera sabía nada, me había detenido y con eso quedaba satisfecho. Pero
había hecho algo más, había introducido a tres empleados inferiores de mi
banco en la habitación de esa dama, que se entretuvieron en tocar y desordenar
unas fotografías, propiedad de la dama en cuestión. La presencia de esos
empleados tenía, sin embargo, otra finalidad, su misión, como la de mi casera
y la de la criada, consistía en difundir la noticia de mi detención para dañar mi
reputación y, sobre todo, para poner en peligro mi posición en el banco. Pero
no han conseguido nada. Hasta mi casera, una persona muy simple quisiera
mencionar aquí su nombre como timbre de honor, la señora Grubach, hasta
la señora Grubach tuvo la suficiente capacidad de juicio para comprender que
semejante detención no tenía más importancia que un plan ejecutado por
algunos jóvenes mal vigilados en una callejuela. Lo repito, lo único que me ha
proporcionado todo esto han sido contrariedades y un enojo pasajero, pero ¿no
hubiera podido tener acaso peores consecuencias?
Cuando K dejó de hablar y miró hacia el silencioso juez de instrucción,
creyó notar que éste le hacía un signo con la mirada a alguien de la multitud.
K se rio y prosiguió:
El juez instructor acaba de hacer a alguien de ustedes una señal secreta.
Parece que entre ustedes hay personas que se dejan dirigir desde aquí arriba.
No sé si esa señal debe despertar ovaciones o silbidos, pero, al descubrir a
tiempo el truco, renuncio a averiguar el significado del signo. Me es
completamente indiferente y autorizo públicamente al señor juez instructor
para que imparta sus órdenes a sus empleados asalariados de ahí abajo de viva
voz y no con signos secretos, que diga algo como: «ahora silben» o «ahora
aplaudan».
A causa de su confusión o de su impaciencia, el juez instructor no cesaba
de removerse en su silla. El hombre que estaba detrás, y con el que había
conversado anteriormente, se inclinó de nuevo hacia él, ya fuese para
insuflarle valor o para darle un consejo. Abajo, la gente conversaba en voz
baja, pero animadamente. Los dos partidos, que en un principio parecían tener
opiniones contrarias, se mezclaron. Algunas personas señalaban a K con el
dedo, otras al juez instructor. La neblina que había en la estancia era muy
molesta, incluso impedía que el público más alejado pudiera ver con claridad.
Tenía que ser especialmente molesto para los de la galería, quienes, no sin
antes lanzar miradas temerosas de soslayo hacia el juez instructor, se veían
obligados a preguntar a los participantes en la asamblea para enterarse mejor.
Las respuestas también se daban en voz baja, disimulando con la mano en la
boca.
Ya termino dijo K, y como no había ninguna campanilla, dio un golpe
con el puño en la mesa; debido al susto, las cabezas del juez instructor y del
consejero se separaron por un instante. Todo este asunto apenas me afecta,
así que puedo juzgarlo con tranquilidad. Ustedes podrán sacar, suponiendo que
tengan algún interés en este supuesto tribunal, alguna ventaja si me escuchan.
Les suplico, por consiguiente, que aplacen sus comentarios para más tarde,
pues apenas tengo tiempo y me iré pronto.
Nada más terminar de decir estas palabras, se hizo el silencio, tal era el
dominio que K ejercía sobre la asamblea. Ya no se lanzaron gritos como al
principio, ya no se aplaudió más, parecían convencidos o estaban en vías de
serlo.
No hay ninguna duda dijo K en voz muy baja, pues sentía cierto
placer al percibir la tensa escucha de toda la asamblea; de ese silencio surgía
un zumbido más excitante que la ovación más halagadora, no hay ninguna
duda de que detrás de las manifestaciones de este tribunal, en mi caso, pues,
detrás de la detención y del interrogatorio de hoy, se encuentra una gran
organización. Una organización que, no sólo da empleo a vigilantes corruptos,
a necios supervisores y a jueces de instrucción, quienes, en el mejor de los
casos, sólo muestran una modesta capacidad, sino a una judicatura de rango
supremo con su numeroso séquito de ordenanzas, escribientes, gendarmes y
otros ayudantes, sí, es posible que incluso emplee a verdugos, no tengo miedo
de pronunciar la palabra. Y, ¿cuál es el sentido de esta organización, señores?
Se dedica a detener a personas inocentes y a incoar procedimientos absurdos
sin alcanzar en la mayoría de los casos, como el mío, un resultado. ¿Cómo se
puede evitar, dado lo absurdo de todo el procedimiento, la corrupción general
del cuerpo de funcionarios? Es imposible, ni siquiera el juez del más elevado
escalafón lo podría evitar con su propia persona. Por eso mismo, los vigilantes
tratan de robar la ropa de los detenidos, por eso irrumpen los supervisores en
las viviendas ajenas, por eso en vez de interrogar a los inocentes se prefiere
deshonrarlos ante una asamblea. Los vigilantes me hablaron de almacenes o
depósitos a los que se llevan las posesiones de los detenidos; quisiera visitar
alguna vez esos almacenes, en los que se pudren los bienes adquiridos con
esfuerzo de los detenidos, o al menos la parte que no haya sido robada por los
empleados de esos almacenes.
K fue interrumpido por un griterío al final de la sala; se puso la mano sobre
los ojos para poder ver mejor, pues la turbia luz diurna intensificaba el blanco
de la neblina que impedía la visión. Se trataba de la lavandera, a la que K
había considerado desde su entrada como un factor perturbador. Si era
culpable o no, era algo que no se podía advertir. K sólo podía ver que un
hombre se la había llevado a una esquina cercana a la puerta y allí se apretaba
contra ella. Pero no era la lavandera la que gritaba, sino el hombre, que abría
la boca y miraba hacia el techo. Alrededor de ambos se había formado un
pequeño círculo, los de la galería parecían entusiasmados, pues se había
interrumpido la seriedad que K había impuesto en la asamblea. K quiso en un
primer momento correr hacia allí, también pensó que todos estarían
interesados en restablecer el orden y, al menos, expulsar a la pareja de la sala,
pero las personas de las primeras filas permanecieron inmóviles en sus sitios,
ninguna hizo el menor ademán ni tampoco dejaron pasar a K. Todo lo
contrario, se lo impidieron violentamente. Los ancianos rechazaban a K con
los brazos, y una mano K no tuvo tiempo para volverse le sujetó por el
cuello. K dejó de pensar en la pareja; le parecía como si su libertad se viera
constreñida, como si lo de detenerle fuera en serio. Su reacción fue saltar sin
miramientos de la tarima. Ahora estaba frente a la multitud. ¿Acaso no había
juzgado correctamente a aquella gente? ¿Había confiado demasiado en el
efecto de su discurso? ¿Habían disimulado mientras él hablaba y ahora que
había llegado a las conclusiones ya estaban hartos de tanto disimulo? ¡Qué
rostros los que le rodeaban! Pequeños ojos negros se movían inquietos, las
mejillas colgaban como las de los borrachos, las largas barbas eran ralas y
estaban tiesas, si se las cogía era como si se cogiesen garras y no barbas. Bajo
las barbas, sin embargo y éste fue el verdadero hallazgo de K, en los
cuellos de las chaquetas, brillaban distintivos de distinto tamaño y color.
Todos tenían esos distintivos. Todos pertenecían a la misma organización,
tanto el supuesto partido de la izquierda como el de la derecha, y cuando se
volvió súbitamente, descubrió los mismos distintivos en el cuello del juez
instructor, que, con las manos sobre el vientre, lo contemplaba todo con
tranquilidad.
¡Ah! gritó K, y elevó los brazos hacia arriba, como si su repentino
descubrimiento necesitase espacio. Todos vosotros sois funcionarios, como
ya veo, vosotros sois la banda corrupta contra la que he hablado, hoy os habéis
apretado aquí como oyentes y fisgones, habéis formado partidos ilusorios y
uno ha aplaudido para ponerme a prueba. Queríais poner en práctica vuestras
mañas para embaucar a inocentes. Bien, no habéis venido en balde. Al menos
os habréis divertido con alguien que esperaba una defensa de su inocencia por
vuestra parte. ¡Déjame o te doy! gritó K a un anciano tembloroso que se
había acercado demasiado a él. Realmente espero que hayáis aprendido
algo. Y con esto os deseo mucha suerte en vuestra empresa.
Tomó con rapidez el sombrero, que estaba en el borde de la mesa, y se
abrió paso entre el silencio general, un silencio fruto de la más completa
sorpresa, hacia la salida. No obstante, el juez instructor parecía haber sido
mucho más rápido que K, pues ya le esperaba ante la puerta.
Un instante dijo.
K se detuvo, pero no miró al juez instructor, sino a la puerta, cuyo
picaporte ya había cogido.
Sólo quería llamarle la atención, pues no parece consciente de algo
importante dijo el juez instructor, de que hoy se ha privado a sí mismo de
la ventaja que supone el interrogatorio para todo detenido.
K rio ante la puerta.
¡Pordioseros! gritó. Os regalo todos los interrogatorios.
Abrió la puerta y se apresuró a bajar las escaleras. Detrás de él se elevó un
gran rumor en la asamblea, otra vez animada, que probablemente comenzó a
discutir lo acaecido como lo harían unos estudiantes.
En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado
Durante la semana siguiente K esperó día tras día una notificación: no
podía creer que hubieran tomado literalmente su renuncia a ser interrogado y,
al llegar el sábado por la noche y no recibir nada, supuso que había sido citado
tácitamente en la misma casa y a la misma hora. Así pues, el domingo se puso
en camino, pero esta vez fue directamente, sin perderse por las escaleras y
pasillos; algunas personas que se acordaban de él le saludaron, pero ya no tuvo
que preguntarle a nadie y encontró pronto la puerta correcta. Le abrieron
inmediatamente después de llamar y, sin ni siquiera mirar a la mujer de la otra
vez, que permaneció al lado de la puerta, quiso entrar en seguida a la
habitación contigua.
Hoy no hay sesión dijo la mujer.
¿Por qué no? preguntó K sin creérselo. Pero la mujer le convenció al
abrir la puerta de la sala. Realmente estaba vacía y en ese estado se mostraba
aún más deplorable que el último domingo. Sobre la mesa, que seguía situada
sobre la tarima, había algunos libros.
¿Puedo mirar los libros? preguntó K, no por mera curiosidad, sino
sólo para aprovechar su estancia allí.
No dijo la mujer, y cerró la puerta. No está permitido. Los libros
pertenecen al juez instructor.
¡Ah, ya! dijo K, y asintió, los libros son códigos y es propio de este
tipo de justicia que uno sea condenado no sólo inocente, sino también
ignorante.
Así será dijo la mujer, que no le había comprendido bien.
Bueno, entonces me iré dijo K.
¿Debo comunicarle algo al juez instructor? preguntó la mujer.
¿Le conoce? preguntó K.
Naturalmente dijo la mujer. Mi marido es ujier del tribunal.
K advirtió que la habitación, en la que la primera vez sólo vio un barreño,
ahora estaba amueblada como el salón de una vivienda normal. La mujer notó
su asombro y dijo:
Sí, aquí disponemos de vivienda gratuita, pero tenemos que limpiar la
sala de sesiones. La posición de mi marido tiene algunas desventajas.
No me sorprende tanto la habitación dijo K, que miró a la mujer con
cara de pocos amigos, como el hecho de que usted esté casada.
¿Hace referencia al incidente en la última sesión, cuando le molesté
durante su discurso? preguntó la mujer.
Naturalmente dijo K. Hoy ya pertenece al pasado y casi lo he
olvidado, pero entonces me puso furioso. Y ahora me dice que es una mujer
casada.
Mi interrupción no le perjudicó mucho. Después se le juzgó de una
manera muy desfavorable.
Puede ser dijo K, desviando la conversación, pero eso no la
disculpa.
Los que me conocen sí me disculpan dijo la mujer, el que me
abrazó me persigue ya desde hace tiempo. Puede que no sea muy atractiva,
pero para él sí lo soy. Aquí no tengo protección alguna y mi marido ya se ha
hecho a la idea; si quiere mantener su puesto, tiene que tolerar ese
comportamiento, pues ese hombre es estudiante y es posible que se vuelva
muy poderoso. Siempre está detrás de mí, precisamente poco antes de que
usted llegara, salía él.
Armoniza con todo lo demás dijo K, no me sorprende en absoluto.
¿Usted quiere mejorar algo aquí? dijo la mujer lentamente y con un tono
inquisitivo, como si lo que acababa de decir fuese peligroso tanto para ella
como para K. Lo he deducido de su discurso, que a mí personalmente me
gustó mucho. Por desgracia, me perdí el comienzo y al final estaba en el suelo
con el estudiante. Esto es tan repugnante dijo después de una pausa y tomó
la mano de K. ¿Cree usted que podrá lograr alguna mejora?
K sonrió y acarició ligeramente su mano.
En realidad dijo, no pretendo realizar ninguna mejora, como usted
se ha expresado, y si usted se lo dijera al juez instructor, se reiría de usted o la
castigaría. Jamás me hubiera injerido voluntariamente en este asunto y las
necesidades de mejora de esta justicia no me habrían quitado el sueño. Pero
me he visto obligado a intervenir al ser detenido pues ahora estoy realmente
detenido, y sólo en mi defensa. Pero si al mismo tiempo puedo serle útil de
alguna manera, estaré encantado, y no sólo por altruismo, sino porque usted
también me puede ayudar a mí.
¿Cómo podría? preguntó la mujer.
Por ejemplo, mostrándome los libros que hay sobre la mesa.
Pues claro exclamó la mujer, y lo acompañó hasta donde se
encontraban.
Se trataba de libros viejos y usados; la cubierta de uno de ellos estaba rota
por la mitad, sólo se mantenía gracias a unas tiras de papel celo.
Qué sucio está todo esto dijo K moviendo la cabeza, y la mujer limpió
el polvo con su delantal antes de que K cogiera los libros.
K abrió el primero y apareció una imagen indecorosa: un hombre y una
mujer sentados desnudos en un canapé; la intención obscena del dibujante era
clara, no obstante, su falta de habilidad había sido tan notoria que sólo se veía
a un hombre y a una mujer, cuyos cuerpos destacaban demasiado, sentados
con excesiva rigidez y, debido a una perspectiva errónea, apenas distinguibles
en su actitud. K no siguió hojeando, sino que abrió la tapa del segundo
volumen: era una novela con el título: Las vejaciones que Grete tuvo que
sufrir de su marido Hans.
Éstos son los códigos que aquí se estudian dijo K. Los hombres que
leen estos libros son los que me van a juzgar.
Le ayudaré dijo la mujer. ¿Quiere?
¿Puede realmente hacerlo sin ponerse en peligro? Usted ha dicho que su
esposo depende mucho de sus superiores.
A pesar de todo quiero ayudarle dijo ella. Venga, hablaremos del
asunto. Sobre el peligro que podría correr, no diga una palabra más. Sólo temo
al peligro donde quiero temerlo. Venga conmigo y señaló la tarima,
haciendo un gesto para que se sentara allí con ella.
Tiene unos ojos negros muy bonitos dijo ella después de sentarse y
contemplar el rostro de K. Me han dicho que yo también tengo ojos bonitos,
pero los suyos lo son mucho más. Me llamaron la atención la primera vez que
le vi. Fueron el motivo por el que entré en la asamblea, lo que no hago nunca,
ya que, en cierta medida, me está prohibido.
«Así que es eso pensó K, se está ofreciendo, está corrupta como todo
a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es
comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus ojos».
K se levantó en silencio, como si hubiera pensado en voz alta y le hubiese
aclarado así a la mujer su comportamiento.
No creo que pueda ayudarme dijo él. Para poder hacerlo realmente,
debería tener relaciones con funcionarios superiores. Pero usted sólo conoce
con seguridad a los empleados inferiores que pululan aquí entre la multitud. A
éstos los conoce muy bien, y podrían hacer algo por usted, eso no lo dudo,
pero lo máximo que podrían conseguir carecería de importancia para el
definitivo desenlace del proceso y usted habría perdido el favor de varios
amigos. No quiero que ocurra eso. Mantenga la relación con esa gente, me
parece, además, que le resulta algo indispensable. No lo digo sin lamentarlo,
pues, para corresponder a su cumplido, le diré que usted también me gusta,
especialmente cuando me mira con esa tristeza, para la que, por lo demás, no
tiene ningún motivo. Usted pertenece a la sociedad que yo combato, pero se
siente bien en ella, incluso ama al estudiante o, si no lo ama, al menos lo
prefiere a su esposo. Eso se podría deducir fácilmente de sus palabras.
¡No! exclamó ella, permaneciendo sentada y cogiendo la mano de K,
quien no pudo retirarla a tiempo. No puede irse ahora, no puede irse con una
opinión tan falsa sobre mí. ¿Sería capaz de irse ahora? ¿Soy tan poco valiosa
para usted que no me quiere hacer el favor de permanecer aquí un rato?
No me interprete mal dijo K, y se volvió a sentar, si es tan
importante para usted que me quede, lo haré encantado, tengo tiempo, pues
vine con la esperanza de que hoy se celebrase una reunión. Con lo que le he
dicho anteriormente, sólo quería pedirle que no emprendiese nada en mi
proceso. Pero eso no la debe enojar, sobre todo si piensa que a mí no me
importa nada el desenlace del proceso y que, en caso de que me condenaran,
sólo podría reírme. Eso suponiendo que realmente se llegue al final del
proceso, lo que dudo mucho. Más bien creo que el procedimiento, ya sea por
pura desidia u olvido, o tal vez por miedo de los funcionarios, ya se ha
interrumpido o se interrumpirá en poco tiempo. No obstante, también es
posible que hagan continuar un proceso aparente con la esperanza de lograr un
buen soborno, pero será en vano, como muy bien puedo afirmar hoy, ya que
no sobornaré a nadie. Siempre sería una amabilidad de su parte comunicarle al
juez instructor, o a cualquier otro que le guste propagar buenas noticias, que
nunca lograrán, ni siquiera empleando trucos, en lo que son muy duchos, que
los soborne. No tendrán la menor perspectiva de éxito, se lo puede decir
abiertamente. Por lo demás, es muy posible que ya lo hayan advertido, pero en
el caso contrario, tampoco me importa mucho que se enteren ahora. Así los
señores podrían ahorrarse el trabajo, y yo algunas incomodidades, las cuales,
sin embargo, soportaré encantado, si al mismo tiempo suponen una molestia
para los demás. ¿Conoce usted al juez instructor?
Claro dijo la mujer, en él pensé al principio, cuando ofrecí mi
ayuda. No sabía que era un funcionario inferior, pero como usted lo dice, será
cierto. Sin embargo, pienso que el informe que él proporciona a los
escalafones superiores posee alguna influencia. Y él escribe tantos informes.
Usted dice que los funcionarios son vagos, no todos, especialmente este juez
instructor no lo es, él escribe mucho. El domingo pasado, por ejemplo, la
sesión duró hasta la noche. Todos se fueron, pero el juez instructor permaneció
en la sala; tuve que llevarle una lámpara, una pequeña lámpara de cocina, pues
no tenía otra, no obstante, se conformó y comenzó a escribir en seguida.
Mientras, mi esposo, que precisamente había tenido libre ese domingo, ya
había llegado, así que volvimos a traer los muebles, arreglamos nuestra
habitación, vinieron algunos vecinos, conversamos a la luz de una vela, en
suma, nos olvidamos del juez instructor y nos fuimos a dormir. De repente me
desperté, debía de ser muy tarde, al lado de la cama estaba el juez instructor,
tapando la lámpara para que no deslumbrase a mi esposo. Era una precaución
innecesaria, mi esposo duerme tan profundamente que no le despierta ninguna
luz. Casi grité del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una
señal para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta
ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me había
encontrado dormida. Con esto sólo quiero decirle que el juez instructor escribe
muchos informes, especialmente sobre usted, pues su declaración fue, con
toda seguridad, el asunto principal de la sesión dominical. Esos informes tan
largos no pueden carecer completamente de valor. Además, por el incidente
que le he contado, puede deducir que el juez instructor se interesa por mí y
que, precisamente ahora, cuando se ha fijado en mí, podría tener mucha
influencia sobre él. Además, tengo aún más pruebas de que se interesa por mí.
Ayer, a través del estudiante, que es su colaborador y con el que tiene mucha
confianza, me regaló unas medias de seda, al parecer como motivación para
que limpie y arregle la sala de sesiones, pero eso es un pretexto, pues ese
trabajo es mi deber y por eso le pagan a mi esposo. Son medias muy bonitas,
mire ella extendió las piernas, se levantó la falda hasta las rodillas y también
miró las medias. Son muy bonitas, pero demasiado finas, no son apropiadas
para mí.
De repente paró de hablar, puso su mano sobre la de K, como si quisiera
tranquilizarle y musitó:
¡Silencio, Bertold nos está mirando!
K levantó lentamente la mirada. En la puerta de la sala de sesiones había
un hombre joven: era pequeño, tenía las piernas algo arqueadas y llevaba una
barba rojiza y rala. K lo observó con curiosidad, era el primer estudiante de
esa extraña ciencia del Derecho desconocida con el que se encontraba, un
hombre que, probablemente, llegaría a ser un funcionario superior. El
estudiante, sin embargo, no se preocupaba en absoluto de K, se limitó a hacer
una seña a la mujer llevándose un dedo a la barba y, a continuación, se fue
hacia la ventana. La mujer se inclinó hacia K y susurró:
No se enoje conmigo, se lo suplico, tampoco piense mal de mí, ahora
tengo que irme con él, con ese hombre horrible, sólo tiene que mirar esas
piernas torcidas. Pero volveré en seguida y, si quiere, entonces me iré con
usted, a donde usted quiera. Puede hacer conmigo lo que desee, estaré feliz si
puedo abandonar este sitio el mayor tiempo posible, aunque lo mejor sería
para siempre.
Acarició la mano de K, se levantó y corrió hacia la ventana.
Involuntariamente, K trató de coger su mano en el vacío. La mujer le había
seducido y, después de reflexionar un rato, no encontró ningún motivo sólido
para no ceder a la seducción. La efímera objeción de que la mujer lo podía
estar capturando para el tribunal, la rechazó sin esfuerzo. ¿Cómo podría
hacerlo? ¿Acaso no permanecía él tan libre que podía destruir, al menos en lo
que a él concernía, todo el tribunal? ¿No podía mostrar algo de confianza? Y
su solicitud de ayuda parecía sincera y posiblemente valiosa. Además, no
podía haber una venganza mejor contra el juez instructor y su séquito que
quitarle esa mujer y hacerla suya. Podría ocurrir que un día el juez instructor,
después de haber trabajado con esfuerzo en los informes mendaces sobre K,
encontrase por la noche la cama vacía de la mujer. Y vacía porque ella
pertenecía a K, porque esa mujer de la ventana, ese cuerpo voluptuoso,
flexible y cálido, cubierto con un vestido oscuro de tela basta, sólo le
pertenecía a él.
Después de haber ahuyentado de esa manera las dudas contra la mujer, la
conversación en voz baja que sostenían en la ventana le pareció demasiado
larga, así que golpeó con un nudillo la tarima y, luego, con el puño. El
estudiante miró un instante hacia K sobre el hombro de la mujer, pero no se
dejó interrumpir, incluso se apretó más contra ella y la rodeó con los brazos.
Ella inclinó la cabeza, como si le escuchara atentamente, el estudiante la besó
ruidosamente en el cuello, sin detener, aparentemente, la conversación. K vio
confirmada la tiranía que el estudiante, según las palabras de la mujer, ejercía
sobre ella, se levantó y anduvo de un lado a otro de la habitación. Pensó, sin
dejar de lanzar miradas de soslayo al estudiante, cómo podría arrebatársela lo
más rápido posible, y por eso no le vino nada mal cuando el estudiante,
irritado por los paseos de K, que a ratos derivaban en un pataleo, se dirigió a
él:
Si está tan impaciente, puede irse. Se podría haber ido mucho antes,
nadie le hubiera echado de menos. Sí, tal vez debiera haberse ido cuando yo
entré y, además, a toda prisa.
En esa advertencia se ponía de manifiesto la cólera que dominaba al
estudiante, pero sobre todo salía a la luz la arrogancia del futuro funcionario
judicial que hablaba con un acusado por el que no sentía ninguna simpatía. K
se detuvo muy cerca de él y dijo sonriendo:
Estoy impaciente, eso es cierto, pero esa impaciencia desaparecerá en
cuanto nos deje en paz. No obstante, si usted ha venido a estudiar he oído
que es estudiante, estaré encantado de dejarle el espacio suficiente y me iré
con la mujer. Por lo demás, tendrá que estudiar mucho para llegar a juez. No
conozco muy bien este tipo de justicia, pero creo que con esos malos discursos
que usted pronuncia con tanto descaro aún no alcanza el nivel exigido.
No deberían haber dejado que se moviese con tanta libertad dijo como
si quisiera dar una explicación a la mujer sobre las palabras insultantes de K
. Ha sido un error. Se lo he dicho al juez instructor. Al menos se le debería
haber confinado en su habitación durante el interrogatorio. El juez instructor
es, a veces, incomprensible.
Palabras inútiles dijo K, y extendió su mano hacia la mujer. Venga
usted.
¡Ah, ya! dijo el estudiante, no, no, usted no se la queda y con una
fuerza insospechada levantó a la mujer con un brazo y corrió inclinado,
mirándola tiernamente, hacia la puerta.
No se podía ignorar que en esa acción había intervenido cierto miedo hacia
K, no obstante osó irritar más a K al acariciar y estrechar con su mano libre el
brazo de la mujer. K corrió unos metros a su lado, presto a echarse sobre él y,
si fuera necesario, a estrangularlo, pero la mujer dijo:
Déjelo, no logrará nada, el juez instructor hará que me recojan, no puedo
ir con usted, este pequeño espantajo y pasó la mano por el rostro del
estudiante, este pequeño espantajo no me deja.
¡Y usted no quiere que la liberen! gritó K, y puso la mano sobre el
hombro del estudiante, que intentó morderla.
No gritó la mujer, y rechazó a K con ambas manos, no, ¿en qué
piensa usted? Eso sería mi perdición. ¡Déjele! ¡Por favor, déjele! Lo único que
hace es cumplir las órdenes del juez instructor, me lleva con él.
Entonces que corra todo lo que quiera. A usted no la quiero volver a ver
más dijo K furioso ante la decepción y le dio al estudiante un golpe en la
espalda; el estudiante tropezó, pero, contento por no haberse caído, corrió aún
más ligero con su carga. K le siguió cada vez con mayor lentitud, era la
primera derrota que sufría ante esa gente. Era evidente que no suponía ningún
motivo para asustarse, sufrió la derrota simplemente porque él fue quien buscó
la lucha. Si permaneciera en casa y llevara su vida habitual, sería mil veces
superior a esa gente y podría apartar de su camino con una patada a cualquiera
de ellos. Y se imaginó la escena tan ridícula que se produciría, si ese patético
estudiante, ese niño engreído, ese barbudo de piernas torcidas, se arrodillara
ante la cama de Elsa y le suplicara gracia con las manos entrelazadas. A K le
gustó tanto esta idea que decidió, si se presentaba la oportunidad, llevar al
estudiante a casa de Elsa.
K llegó hasta la puerta sólo por curiosidad, quería ver adónde se llevaba a
la mujer; no creía que el estudiante se la llevara así, en vilo, por la calle.
Comprobó que el camino era mucho más corto. Justo frente a la puerta de la
vivienda había una estrecha escalera de madera que probablemente conducía
al desván, pero como hacía un giro no se podía ver dónde terminaba. El
estudiante se llevó a la mujer por esa escalera; ya estaba muy cansado y
jadeaba, pues había quedado debilitado por la carrera. La mujer se despidió de
K con la mano y alzó los hombros para mostrarle que el secuestro no era culpa
suya, pero el gesto no resultaba muy convincente. K la miró inexpresivo,
como a una extraña, no quería traicionar ni que estaba decepcionado ni que
podía superar fácilmente la decepción.
Los dos habían desaparecido por la escalera; K, sin embargo, aún
permaneció en la puerta. Se vio obligado a aceptar que la mujer no sólo le
había traicionado, sino que le había mentido al contarle que el estudiante la
llevaba con el juez instructor. Éste no podía esperar sentado en el desván. La
escalera de madera tampoco aclaraba nada, al menos a primera vista. Entonces
K advirtió una pequeña nota al lado de la escalera, fue hacia allí y leyó las
siguientes palabras escritas con letra infantil y tosca: «Subida a las oficinas del
juzgado». ¿Aquí, en el desván de una casa de alquiler se encontraban las
oficinas del juzgado? No era un lugar que infundiera mucho respeto; por lo
demás, era tranquilizante para un acusado imaginarse la falta de medios que
estaban a disposición de un juzgado que albergaba sus oficinas donde los
inquilinos, pertenecientes a las clases más pobres, arrojaban todos sus trastos
inútiles. No obstante, tampoco se podía excluir que dispusiera del dinero
suficiente, pero que el cuerpo de funcionarios se arrojase sobre él antes de que
lo destinasen a los fines judiciales. Eso era, según las últimas experiencias de
K, incluso muy probable; para el acusado, sin embargo, semejante robo a la
justicia, si bien resultaba algo indigno, era más tranquilizador que la pobreza
real del juzgado. También le parecía comprensible que se avergonzaran de
citar al encausado en el desván para el primer interrogatorio y que se prefiriera
molestarle en su propia vivienda. La posición en la que K se encontraba frente
al juez, sentado en el desván, se podía caracterizar del siguiente modo: K
disfrutaba en el banco de un gran despacho con su antedespacho y un enorme
ventanal que daba a la animada plaza. No obstante, él carecía de ingresos
extraordinarios procedentes de sobornos o malversaciones y no podía hacer
que el ordenanza le trajera una mujer al despacho sobre el hombro. Pero a eso
K podía renunciar, al menos en esta vida.
K aún permanecía frente a la nota, cuando un hombre bajó por la escalera,
miró a través de la puerta en el salón de la vivienda, desde donde también se
podía ver la sala de sesiones, y finalmente preguntó a K si no había visto hacía
poco a una mujer.
Usted es el ujier del tribunal, ¿verdad? preguntó K.
Sí dijo el hombre, ah, ya, usted es el acusado K, ahora le
reconozco, sea bienvenido y extendió la mano a K, que no lo había
esperado.
Hoy no hay prevista ninguna sesión dijo el ujier al ver que K
permanecía en silencio.
Ya sé dijo K, y contempló la chaqueta del ujier, cuyos únicos
distintivos oficiales eran, junto a un botón normal, dos botones dorados que
parecían haber sido arrancados de un viejo abrigo de oficial. Hace un rato he
hablado con su esposa, pero ya no está aquí. El estudiante se la ha llevado al
juez instructor.
¿Se da cuenta? dijo el ujier, una y otra vez se la llevan de mi lado.
Hoy es domingo y no estoy obligado a trabajar, pero sólo para alejarme de
aquí me mandan realizar los recados más inútiles. Por añadidura, no me
mandan muy lejos, de tal modo que siempre conservo la esperanza de que, si
me doy prisa, tal vez pueda regresar a tiempo. Así que corro, tanto como
puedo, grito sin aliento mi mensaje a través del resquicio de la puerta en el
organismo al que me han mandado, tan rápido que apenas me entienden, y
regreso también corriendo, pero el estudiante se ha dado más prisa que yo,
además él tiene que recorrer un camino más corto, sólo tiene que bajar las
escaleras. Si no fuese tan dependiente hace tiempo que habría estampado al
estudiante contra la pared. Aquí, junto a la nota. Sueño con hacerlo algún día.
Le veo ahí, aplastado en el suelo, los brazos extendidos, las piernas retorcidas
y todo alrededor lleno de sangre. Pero hasta ahora sólo ha sido un sueño.
¿No hay otra posibilidad? dijo K sonriendo.
No la conozco dijo el ujier. Y ahora es aún peor, antes se la llevaba
a su casa, pero ahora, como yo ya presagiaba, se la lleva al juez instructor.
¿No tiene su mujer ninguna culpa? preguntó K. Se vio obligado a
realizar esa pregunta, tanto le espoleaban los celos.
Pues claro dijo el ujier, ella es incluso la que tiene más culpa. Ella
se lo ha buscado. En lo que a él respecta, corre detrás de todas las mujeres.
Sólo en esta casa ya le han echado de cinco viviendas en las que se había
deslizado. Por lo demás, mi mujer es la más bella de toda la casa, y yo no
puedo defenderme.
Si todo es como usted lo cuenta, entonces no hay otra posibilidad dijo
K.
¿Por qué no? preguntó el ujier. Cada vez que el estudiante, que, por
cierto, es un cobarde, tocase a mi mujer habría que pegarle tal paliza que no se
atreviera a hacerlo más. Pero no puedo, y otros tampoco me hacen el favor,
pues todos temen su poder. Sólo un hombre como usted podría hacerlo.
¿Por qué yo? preguntó K asombrado.
A usted le han acusado, ¿no?
Sí dijo K, pero entonces debería temer con más razón que una
acción así pudiera influir en el desarrollo del proceso o, al menos, en la
preinstrucción.
Sí, es verdad dijo el ujier, como si la opinión de K fuese tan cierta
como la suya, pero aquí, por regla general, no se conducen procesos sin
ninguna perspectiva de éxito.
No soy de su opinión dijo K, pero eso no me impedirá que ajuste
las cuentas de vez en cuando al estudiante.
Le quedaría muy agradecido dijo el ujier con cierta formalidad, pero
no parecía creer mucho en la realización de su mayor deseo.
Tal vez prosiguió K haya otros funcionarios que merezcan lo
mismo.
Sí, sí dijo el ujier como si fuera algo evidente. Entonces miró a K con
confianza, como hasta ese momento, a pesar de la amabilidad, aún no había
hecho, y añadió: Uno se rebela siempre.
Pero la conversación parecía serle ahora un poco desagradable, pues la
interrumpió al decir:
Ahora tengo que presentarme en las oficinas. ¿Quiere venir conmigo?
No tengo nada que hacer allí dijo K.
Podría ver las oficinas del juzgado. Nadie se fijará en usted.
¿Hay algo que merezca la pena? preguntó K algo indeciso, aunque
tenía ganas de ir.
Bueno dijo el ujier, pensé que podría interesarle.
Bien dijo K, iré y subió las escaleras más deprisa que el ujier.
Estuvo a punto de caerse nada más entrar, pues había un escalón detrás de
la puerta.
No tienen mucha consideración con el público dijo él.
No tienen consideración alguna, dijo el ujier si no mire la sala de
espera.
Era un largo corredor en el que había puertas toscamente labradas que
conducían a los distintos departamentos del desván. Aunque no había ninguna
entrada directa de luz, no estaba completamente oscuro, pues algunos
departamentos no estaban separados del corredor por una pared, sino por unas
rejas de madera que llegaban hasta el techo, a través de las cuales penetraba
algo de luz y se podía ver cómo algunos funcionarios escribían o simplemente
permanecían en las rejas observando a la gente que esperaba en el corredor.
Había poca gente esperando, probablemente porque era domingo. Daban una
pobre impresión. Todos vestían con cierto descuido, aunque la mayoría, ya
fuese por la expresión de sus rostros, por su actitud, por la barba cuidada o por
otros detalles, parecían pertenecer a las clases altas. Como no había perchas,
habían colocado los sombreros debajo del banco, probablemente siguiendo
uno el ejemplo de otro. Cuando los que estaban sentados más cerca de la
puerta vieron a K y al ujier, se levantaron para saludar. Como el resto vio que
se levantaban, se creyeron obligados a hacer lo mismo, así que se fueron
levantando conforme pasaban los dos. Nunca permanecieron completamente
rectos, las espaldas estaban encorvadas, las rodillas ligeramente flexionadas,
parecían mendigos. K esperó al ujier, que venía algo retrasado, y le dijo:
Qué humillados parecen.
Sí dijo el ujier, son acusados, todos los que usted ve aquí son
acusados.
¿Sí? dijo K. Entonces son mis colegas.
Se dirigió al más próximo, un hombre alto y delgado, con el pelo canoso.
¿Qué está esperando aquí? preguntó K con cortesía.
La inesperada pregunta le dejó confuso, y su actitud se volvió más penosa
por el hecho de parecer un hombre de mundo, que en otro lugar, sin duda,
hubiera sabido dominarse y al que le costaba renunciar a la superioridad que
había adquirido sobre los demás. Allí, sin embargo, no sabía responder a una
pregunta tan simple, y se limitaba a mirar a los demás como si estuvieran
obligados a ayudarle o como si nadie pudiese reclamar una respuesta sin dicha
ayuda. Entonces intervino el ujier para tranquilizar y animar al hombre:
Este señor sólo le pregunta a qué está esperando. Responda.
La voz familiar del ujier tuvo mejor efecto.
Espero
comenzó, pero no pudo seguir. Era probable que hubiese
elegido ese inicio para responder con toda exactitud a la pregunta, pero ahora
no sabía continuar.
Algunos de los que esperaban se habían aproximado y rodeaban al grupo.
El ujier se dirigió a ellos:
Vamos, vamos, dejen el corredor libre.
Retrocedieron un poco, pero no hasta sus sitios. Mientras tanto, el hombre
al que le habían preguntado se había serenado y respondió incluso con una
sonrisa:
Hace un mes que presenté unas solicitudes de prueba para mi causa y
espero a que se concluya su tramitación.
Parece tomarse muchas molestias dijo K.
Sí dijo el hombre, se trata de mi causa.
No todos piensan como usted dijo K. Yo, por ejemplo, también soy
un acusado, pero, por más que desee una absolución, no he presentado una
solicitud de prueba ni he emprendido nada similar. ¿Cree usted que eso es
necesario?
No lo sé con seguridad dijo el hombre completamente indeciso.
Probablemente creía que K le estaba gastando una broma, por eso le hubiera
gustado repetir, por miedo a cometer un nuevo error, su primera respuesta,
pero ante la mirada impaciente de K se limitó a decir:
En lo que a mí concierne, he presentado solicitudes de prueba.
Usted no se cree que yo sea un acusado dijo K.
Oh, por favor, claro que sí dijo el hombre, y se echó a un lado, pero en
la respuesta no había convicción, sino miedo.
¿Entonces no me cree? preguntó K, y le cogió del brazo, impulsado
inconscientemente por la actitud humillada del hombre, como si quisiera
obligarle a que le creyese. Aunque no quería causarle daño alguno, en cuanto
le tocó ligeramente, el hombre gritó como si K en vez de con dos dedos le
hubiese agarrado con unas tenazas ardiendo. Ese grito ridículo terminó por
hartar a K. Si no se creía que era un acusado, mucho mejor. Quizá le tomaba
por un juez. Y para despedirse lo cogió con más fuerza, lo empujó hacia el
banco y siguió adelante.
La mayoría de los acusados son muy sensibles dijo el ujier.
Detrás de ellos, todos los que habían estado esperando se arremolinaron
alrededor del hombre, que ya había dejado de gritar, y parecían preguntarle
detalladamente sobre el incidente. Al encuentro de K vino ahora un vigilante;
al que identificó por el sable, cuya vaina, al menos por el color, parecía hecha
de aluminio. K se quedó asombrado y quiso tocarla con la mano. El vigilante,
que había venido por el ruido, preguntó acerca de lo ocurrido. El ujier trató de
tranquilizarlo con algunas palabras, pero el vigilante declaró que prefería
comprobarlo personalmente, así que saludó y siguió adelante con pasos
rápidos pero cortos, posiblemente por culpa de la gota.
K ya no se preocupó de él, ni de la gente, sobre todo porque una vez que
había llegado a la mitad del corredor, vio la posibilidad de doblar a la derecha,
a través de un umbral sin puerta. Habló con el ujier para comprobar si ése era
el camino correcto y éste asintió, por lo que torció. Le resultaba molesto tener
que ir dos pasos por delante del ujier, podía despertar la impresión de que era
conducido como un detenido. Por esta razón, esperaba con frecuencia al ujier,
pero éste siempre se quedaba atrás. Finalmente, K, para terminar con esa
sensación desagradable, le dijo:
Bien, ya he visto cómo es esto; ahora quisiera irme.
Pero aún no lo ha visto todo dijo el ujier con naturalidad.
Tampoco lo quiero ver todo dijo K, que realmente se sentía cansado
. Quiero irme, ¿cómo se llega a la salida?
¿No se habrá perdido? dijo el ujier asombrado. Vaya hasta la
esquina, luego tuerza a la derecha, atraviese el corredor y encontrará la puerta.
Venga conmigo dijo K. Muéstreme el camino, si no me perderé,
aquí hay tantos pasillos
Sólo hay un camino dijo el ujier ahora lleno de reproches. No
puedo regresar con usted; tengo que llevar un recado y ya he perdido mucho
tiempo por su culpa.
¡Acompáñeme! repitió K, esta vez con un tono más cortante, como si
hubiera descubierto al ujier en una mentira.
No grite así susurró el ujier, todo esto está lleno de despachos. Si
no quiere regresar solo, acompáñeme un trecho o espéreme aquí hasta que
haya cumplido mi encargo, entonces le acompañaré encantado.
No, no dijo K, no esperaré aquí, y usted vendrá ahora conmigo.
K no había mirado en torno suyo para comprobar dónde se hallaba, sólo
ahora, cuando una de las muchas puertas que le rodeaban se abrió, miró a su
alrededor. Una muchacha, que había salido al oír el tono elevado de K, le
preguntó:
¿Qué desea el señor?
Detrás, en la lejanía, se podía ver en la semioscuridad a un hombre que se
aproximaba. K miró al ujier. Éste había dicho que nadie se fijaría en K y ahora
venían dos personas, poco más se necesitaba para que todos los funcionarios
se fijasen en él y pidieran una explicación de su presencia. La única
explicación comprensible y aceptable era hacer valer su condición de acusado:
podía aducir que quería conocer la fecha de su próximo interrogatorio, pero
ésa era precisamente la explicación que no quería dar, sobre todo porque no
era toda la verdad, pues sólo había venido por pura curiosidad o, lo que era
imposible de aducir como explicación, para comprobar que el interior de esa
justicia era tan repugnante como el exterior. Y parecía que con esa suposición
tenía razón, no quería adentrarse más, ya se había deprimido lo
suficientemente con lo que había visto. Ahora no estaba en condiciones de
encontrarse con un funcionario superior, como el que podía surgir detrás cada
puerta; quería irse y, además, con el ujier, o solo si no había gira manera.
Pero quedarse allí mudo sería llamativo y, en realidad, la muchacha y el
ujier ya le miraban cómo si se estuviera produciendo en él una extraña
metamorfosis que no querían perderse de ningún modo. Y en la puerta estaba
el hombre que K había visto en la lejanía: se mantenía aferrado a la parte de
arriba del umbral y se balanceaba ligeramente sobre las puntas de los pies,
como un espectador impaciente. La muchacha, sin embargo, fue la primera en
reconocer que el comportamiento de K tenía como causa un ligero malestar,
así que trajo una silla y le preguntó:
¿No quiere usted sentarse?
K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para
mantener mejor el equilibrio.
Está un poco mareado, ¿verdad? le preguntó.
Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que
tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.
No se preocupe dijo ella, aquí no es nada extraordinario, casi todos
padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted viene por
primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo. El sol cae sobre el
tejado y la madera caliente provoca este aire tan enrarecido. El lugar no es el
más adecuado para instalar despachos, por más ventajas que ofrezca en otros
sentidos. Pero en lo que concierne al aire, los días en que hay mucha gente, y
eso ocurre prácticamente todos los días, se torna casi irrespirable. Si considera,
además, que aquí se cuelga ropa para que se seque es algo que no se puede
prohibir a los inquilinos, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un
ligero mareo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene
por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se siente ya
mejor?
K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas personas
a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer los motivos de su
mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La muchacha lo notó en seguida
y, para refrescar a K, asió un gancho que colgaba de la pared y abrió un
pequeño tragaluz, situado precisamente encima de K. Pero cayó tanto hollín
que la joven tuvo que cerrarlo de inmediato y limpiar la mano de K con un
pañuelo, pues K estaba demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo.
Le habría gustado permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las
fuerzas suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de él.
Pero en ese momento añadió la muchacha:
Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.
K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.
Le llevaré, si lo desea, al botiquín.
Ayúdeme, por favor le dijo ella al hombre de la puerta, que ya se
había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín, precisamente eso
era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando en las oficinas; cuanto
más avanzase, peor.
Ya puedo irme dijo por esta razón, y se levantó temblando,
acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.
No, no puedo dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un
suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir fácilmente
hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K atisbó entre la joven y
el hombre, que permanecían de pie ante él, pero no pudo encontrar al ujier.
Creo dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la
atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas, creo que la
indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias; sería lo
mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le llevase al botiquín,
sino fuera de las oficinas.
Así es exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre, me
sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco de apoyo,
no les causaré muchas molestias, el camino no es largo, condúzcanme hasta la
puerta, me sentaré un rato en los escalones y me recuperaré, nunca he
padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy sorprendido. También soy
funcionario y estoy acostumbrado al aire de las oficinas, pero aquí es muy
malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme un
trecho? Estoy algo mareado y me pondré peor si me levanto sin ayuda.
Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos. Pero
el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo tranquilo, con las
manos en los bolsillos y rio en voz alta.
Ve le dijo a la muchacha, he acertado. Al señor no le sienta den
estar aquí.
La muchacha rio también y dio un golpecito con la punta del dedo en el
brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.
Pero, ¿qué piensa? dijo el hombre entre risas. Yo mismo conduciré
al señor hasta la salida.
Entonces está bien dijo la muchacha inclinando un instante su bonita
cabeza. No le dé mucha importancia a la risa dijo la joven a K, que se
había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía necesitar
ninguna explicación; este señor, ¿puedo presentarle? el hombre dio su
permiso con un gesto, este señor es el informante. Él da a las partes que
esperan toda la información que necesitan y, como nuestra justicia no es muy
conocida entre la población, se reclama mucha información. Conoce la
respuesta a todas las preguntas. Si alguna tiene ganas, puede probar. Pero no
sólo posee ese mérito, otra de sus virtudes es su elegante forma de vestir.
Nosotros, es decir los funcionarios, opinamos que el informante, como es el
primero en tratar con las partes, debe vestir con elegancia para dar una
impresión digna. Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos
muy mal y pasados de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que
estamos casi todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como
he dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había
dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en este
sentido es algo peculiar, hicimos una colecta en la que también participaron
los acusados y le compramos ese bonito traje y otros. Ahora está preparado
para dar una buena impresión, pero lo estropea todo con su risa y asusta a la
gente.
Así es dijo el hombre con tono burlón, pero no entiendo, señorita,
por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le obliga a
oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no cómo
permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.
K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía ser
buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de recuperarse,
pero el medio elegido era inadecuado.
Quería aclararle el motivo de su risa dijo la muchacha, era
insultante.
Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a
la salida.
K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como si
fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la mano del
informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.
Arriba, hombre débil dijo el informante.
Se lo agradezco mucho a los dos dijo alegremente sorprendido, se
levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que más
necesitaba su apoyo.
Parece musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al corredor
como si fuera muy importante para mí hablar bien del informante, pero sólo
quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro. No está obligado a conducir
hasta la salida a las partes que se ponen enfermas y, sin embargo, lo hace,
como puede ver. Ninguno de nosotros es duro de corazón, sólo queremos
ayudar, pero como funcionarios judiciales damos la impresión de ser duros de
corazón y de no querer ayudar a nadie. Yo sufro por eso.
¿Quiere sentarse aquí un poco? preguntó el informante: ya se
encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que K había
hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había mantenido tan recto
en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos personas, con la cabeza
descubierta, pues el informante balanceaba su sombrero con los dedos,
despeinado y con la frente bañada de sudor. Pero el acusado no pareció notar
nada, permanecía humillado ante el informante, que ni siquiera lo miró, como
si quisiera pedir perdón por su mera presencia.
Ya sé se atrevió a decir el acusado, que hoy no puedo recibir los
resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que podía
esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.
No debe disculparse dijo el informante, su esmero es digno de
elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré seguir el
transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha visto gente que ha
descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a tener paciencia con
personas como usted. Siéntese.
Cómo sabe hablar con los acusados susurró la muchacha a K. Éste
asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:
¿No quiere sentarse aquí?
No dijo K, no quiero descansar.
Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien sentarse.
Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena tormenta. Le
parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes de madera, como si del
fondo del corredor llegase el bramido de una catarata, y luego sintió que el
corredor se balanceaba y le dio la impresión de que los acusados subían y
bajaban. La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le
parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de ellos: si
le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas penetrantes a un
lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no los podía imitar, pues
prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente, notó que le hablaban, pero no
entendía lo que decían, sólo escuchaba un ruido que lo abarcaba todo, a través
del cual se podía distinguir lo que podría ser el sonido de una sirena.
Hablen más alto musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que
habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si se
hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire fresco y oyó
que decían a su lado:
Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la salida y
no se mueve.
K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa de
abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una vez. Para sentir
un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones y se despidió desde allí de
sus acompañantes, que en ese instante se inclinaban sobre él.
Muchas gracias repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó
cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas, difícilmente
soportaban el aire fresco que subía por la escalera. Apenas pudieron responder,
y la muchacha tal vez se hubiera caído si K no hubiese cerrado la puerta a toda
prisa. K permaneció un momento en silencio, se atusó el pelo con ayuda de un
espejo de bolsillo, se puso el sombrero, que habían dejado en el siguiente
escalón el informante lo había arrojado al suelo y bajó las escaleras tan
fresco y con pasos tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que
acababa de experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante
bueno, jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía su
cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que soportaba el
otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de ver a un médico, pero
lo que sí se afianzó en su mente fue el firme propósito en esto él mismo se
podía aconsejar de emplear mejor las mañanas de los domingos.
El azotador
Cuando K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que separaba
su despacho de las escaleras esta vez se iba a casa uno de los últimos, sólo
en el departamento de expedición quedaban dos empleados en el pequeño
radio luminoso de una bombilla, oyó detrás de una puerta, que siempre
había creído que daba a un trastero, aunque nunca lo había constatado con sus
propios ojos, una serie de quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó
detenidamente para comprobar si se había equivocado. Durante un rato todo
quedó en silencio, pero los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó
en traer a uno de los empleados tal vez necesitara un testigo, pero le
invadió una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba,
como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban
formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había tres
hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela situada en un
estante les iluminaba.
¿Qué hacen aquí? preguntó K, precipitándose por la excitación, pero
no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros y que fue
el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una suerte de traje
oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y todo el brazo. No
respondió. Pero los otros dos gritaron:
¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante el
juez instructor.
Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y
Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.
Bueno dijo K, y los miró fijamente, no me he quejado, sólo he
dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os comportasteis de
una manera irreprochable.
Señor dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero
detrás de él, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría mejor. Yo
tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse; uno intenta ganar
dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible, ni siquiera con el más
fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por supuesto que está prohibido
que los vigilantes actúen así, es injusto, pero es tradición que la ropa blanca
pertenezca a los vigilantes, así ha sido siempre, créame. Además, es muy
comprensible, pues ¿qué significan esas cosas para una persona tan
desgraciada como para ser detenida? No obstante, si el detenido habla de ello
públicamente, la consecuencia es el castigo.
No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún
castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.
Franz se dirigió Willem al otro vigilante, ¿no te dije que el señor no
había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni siquiera sabía que nos
tenían que castigar.
No te dejes conmover por esos discursos dijo el tercero a K, el
castigo es tan justo como inevitable.
No le escuches dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente la
mano, que acababa de recibir un azote, a la boca, nos castigan sólo porque
tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera pasado nada, incluso si se
hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a esto justicia?
Nosotros dos, y sobre todo yo, somos vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú
mismo reconocerás que, mirado desde la perspectiva del organismo que
representamos, hemos vigilado bien. Habríamos tenido posibilidades de
ascender, con toda seguridad en poco tiempo habríamos llegado a ser
azotadores, como éste, que tuvo la suerte de no ser denunciado por nadie, pues
una denuncia semejante es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido,
tendremos que trabajar en puestos aún más subordinados que el del servicio de
vigilancia y, además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.
¿Puede causar ese látigo tanto dolor? preguntó K, y examinó el látigo
que el azotador sostenía ante él.
Nos tendremos que desnudar dijo Willem.
¡Ah, ya! dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba
bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.
¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes? le preguntó K.
No dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente. Quitaos la ropa
ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:
No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado por
el miedo a los azotes. Lo que éste y señaló a Willem te ha contado sobre
su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo gordo que está, los
primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por qué se ha puesto tan
gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno de todos los detenidos.
¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo dije. Pero un hombre con
semejante estómago jamás podrá llegar a ser azotador, eso es imposible.
Hay azotadores así afirmó Willem, que acababa de soltarse el
cinturón.
¡No! dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo causándole un
sobresalto. No tienes que escuchar lo que decimos, sino desnudarte.
Te recompensaría bien, si los dejaras marchar dijo K, sin mirar al
azotador esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados y sacó la
cartera.
Tú quieres denunciarme también a mí dijo el azotador, y
procurarme también unos azotes.
No, sé razonable dijo K, si hubiese querido que azotasen a estos
hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente cerraría la
puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa. Sin embargo, no lo hago,
sino que pretendo seriamente liberarlos. Si hubiera sospechado que los iban a
castigar, no hubiera mencionado sus nombres. No los considero culpables,
culpable es la organización, culpables son los funcionarios superiores.
Así es dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo en
sus desnudas espaldas.
Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo dijo K, y bajó el látigo que
ya se elevaba otra vez, no te impediría que lo azotases, todo lo contrario, te
daría dinero para motivarte.
Lo que dices suena creíble dijo el azotador, pero yo no me dejo
sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.
El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento,
tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se acercó
ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante él cogiéndole la
mano. A continuación, musitó:
Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos
intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos los
sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes, yo, sin
embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro tanto en lo
bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo, en la puerta del
banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza y secó su rostro lleno de
lágrimas en la chaqueta de K.
Ya no espero más dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos y
azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a hurtadillas,
sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un grito procedente de Franz,
ininterrumpido e intenso; no parecía humano, más bien parecía generado por
un instrumento de tortura, resonó por todo el pasillo, se tuvo que escuchar en
todo el edificio.
¡No grites! exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso
en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz, no
muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí se arrastrara,
convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo evitar los azotes, el
látigo supo encontrarle también en el suelo; mientras él se agitaba bajo los
golpes, la punta del látigo bajaba y subía con perfecta regularidad. Y entonces
apareció en la lejanía uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K
salió y cerró la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba
al patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los empleados
se acercaran, gritó:
¡Soy yo!
Buenas noches, señor gerente le respondieron, ¿ha ocurrido algo?
No, no respondió K, es sólo un perro en el patio.
Como los empleados no se movían añadió: Pueden seguir con su trabajo.
Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana. Cuando,
transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido. K, sin embargo,
permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al trastero y tampoco quería
regresar a casa. Se limitó a contemplar el patio cuadrado que tenía ante él;
alrededor había oficinas, todas las ventanas estaban oscuras, sólo las más altas
recibían el reflejo de la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras
esquinas del patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no
haber podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado. Si
Franz no hubiese gritado cierto, tuvo que hacerle mucho daño, pero en
determinados momentos decisivos hay que saber dominarse, si no hubiera
gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio para convencer al
azotador. Si todos los empleados inferiores eran canallas, ¿por qué iba a
constituir una excepción el azotador, que, además, ejercía el cargo más
inhumano? K había observado muy bien cómo le habían brillado los ojos al
ver los billetes. Posiblemente se había tomado en serio lo de los azotes para
subir un poco la suma del soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente
hubiera querido liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la
corrupción de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en
ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a gritar,
todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y quién sabe qué
otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando con los tipos del trastero.
Nadie podía reclamar de K semejante sacrificio. Si se hubiera propuesto
hacerlo, hubiera sido muy fácil, K se habría desnudado y se habría ofrecido al
azotador como sustituto. Ciertamente, el azotador no hubiera admitido
semejante cambio, pues sin obtener beneficio alguno habría tenido que
incumplir seriamente su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues
K, mientras permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para
todos los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno
hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber hecho
otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había alejado del todo el
peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a Franz era algo lamentable y
sólo se podía disculpar por su estado de excitación.
Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la atención
cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera principal. Permaneció un
rato escuchando al lado de la puerta del trastero. Silencio. El hombre podía
haber matado a azotes a los vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya
había extendido la mano para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde
para ayudar a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se
propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente a los
culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que aún no habían
tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba la escalinata del banco,
observó cuidadosamente a los paseantes, pero no había ninguna muchacha en
las cercanías que pudiera estar esperando a alguien. La indicación de Franz, de
que su prometida le estaba esperando, no era más que una mentira, si bien
disculpable, cuyo único objetivo había sido despertar una mayor compasión.
El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía
concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en el
banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a casa, abrió la
puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado ante la inesperada
escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba exactamente igual que la
noche anterior, cuando abrió la puerta. Los formularios y los frascos de tinta se
acumulaban detrás del umbral; el azotador con el látigo; los vigilantes,
completamente vestidos; la vela sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a
quejarse y gritaron:
¡Señor!
K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo así
pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a ver a los
empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista y permanecían
absortos en su actividad.
¡Ordenad de una vez el trastero! gritó. La inmundicia nos va a
llegar al cuello.
Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K asintió
con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan tarde, como había
previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los empleados cerca, desordenó
algunas copias, queriendo dar la impresión de que estaba examinando algo,
pero comprobó que los empleados no se atreverían a salir con él, así que se fue
a casa cansado y con la mente en blanco.
El tío. Leni
Una tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el tío de
K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió paso entre dos
empleados que llevaban algunos escritos y entró en el despacho. K se asustó
menos de la llegada del tío de lo que le había asustado la simple idea de su
posible visita. El tío iba a venir, de eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya
al principio había creído verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el
escritorio, algo inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda,
mostrando una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su
camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz pensamiento de
que en su estancia de un día en la ciudad tenía que tener tiempo para realizar
todo lo que se había propuesto, sin perderse tampoco cualquier conversación,
negocio o placer que ocasionalmente pudiera surgirle. En todo ello tenía que
ayudarle K, pues había sido su tutor y estaba obligado; además le tenía que
dejar dormir en su casa. K le solía llamar «el fantasma rural».
Inmediatamente después de saludarse no tenía tiempo para seguir la
invitación de K y sentarse en el sillón, le pidió a K si podían conversar a
solas.
Es necesario dijo, tragando con esfuerzo, es necesario para mi
tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no
dejaran pasar a nadie.
¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef? exclamó el tío en cuanto se
quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos, puso
varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero, repentinamente
relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de él una agradable lasitud, por
lo que se limitó a mirar por la ventana hacia la calle de enfrente, de la que
desde su sitio sólo se podía ver una pequeña esquina, la pared desnuda de una
casa entre dos escaparates de tiendas.
¡Y te dedicas a mirar por la ventana! exclamó el tío alzando los
brazos. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede ser
verdad?
Querido tío dijo K, y salió de su ensimismamiento, no sé qué
quieres de mí.
Josef dijo el tío advirtiéndole, siempre has dicho la verdad, por lo
que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal signo?
Supongo lo que quieres dijo K sumiso. Probablemente has oído
hablar de mi proceso.
Así es respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente, he tenido
noticia de tu proceso.
¿Quién te lo ha dicho? preguntó K.
Ema me lo ha escrito dijo el tío. No tiene ningún trato contigo, por
desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha enterado. Hoy he
recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún otro motivo, pues me
parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte de la carta que se refiere a ti.
Sacó la carta del bolsillo.
Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana
estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron verle.
Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque tenía la
lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible que se presente
otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran caja de bombones de
chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó escribíroslo, pero ahora
que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones no duran mucho en la pensión,
apenas tiene uno conciencia de que le han regalado bombones, cuando ya se
han acabado. En lo que concierne a Josef os quería decir algo más. Como os
he mencionado, en el banco no me dejaron entrar a verle porque en ese
momento estaba tratando algo importante con un hombre. Después de esperar
tranquilamente durante un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión
duraría mucho más. Él contestó que podría ser, pues probablemente tenía que
ver con el proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué
proceso y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era
un proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría
ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero que no
sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo apoyaran. Era
muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien, pero por ahora, como
se, desprendía del mal humor del señor gerente, las cosas no iban nada bien.
Por supuesto, no di mucha importancia a esta información, intenté tranquilizar
al sencillo empleado, le aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve
todo por rumores infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú,
querido padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil
averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir con algunos
de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que será lo más probable,
al menos le darás a tu hija la oportunidad de abrazarte, lo que le alegrará
mucho».
Una niña encantadora dijo el tío al terminar de leer la carta y se secó
algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.
K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los últimos
tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había olvidado de su
cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo una fábula para
protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, Y ni siquiera se lo podría
pagar con las entradas para el teatro que, a partir de ahora, pensaba enviarle
con regularidad, pero no se sentía con berzas para visitarla en la pensión, ni
tampoco para sostener una conversación con una niña de diecisiete años que
aún acudía al instituto.
Y ¿qué dices tú ahora? preguntó el tío, que daba la impresión de
haberlo olvidado todo debido a su excitación y parecía leer la carta de nuevo.
Sí, tío dijo K, es verdad.
¿Es verdad? exclamó el tío. ¿Qué es verdad? ¿Cómo puede ser
verdad? ¿Qué tipo de proceso? ¿No será un proceso penal?
Un proceso penal respondió K.
¿Y estás aquí sentado tan tranquilo mientras tienes un proceso penal al
cuello? gritó el tío, que iba elevando cada vez más el tono de voz.
Cuanto más tranquilo esté, mejor para el desenlace dijo K cansado.
No temas nada.
¡Eso no me puede tranquilizar! gritó el tío. Josef, querido Josef,
piensa en ti, en tus parientes, en nuestro buen nombre. Hasta ahora has sido
nuestro orgullo, no puedes convertirte en nuestra vergüenza. Tu actitud y
miró a K con la cabeza ligeramente inclinada, tu actitud no me gusta, así no
se comporta ningún acusado inocente que aún posee fuerzas. Dime en seguida
de qué se trata para que pueda ayudarte. ¿Acaso se trata del banco?
No dijo K, y se levantó. Hablas demasiado alto, querido tío, el
empleado está seguramente detrás de la puerta y oye todo lo que decimos. Esto
es muy desagradable para mí. Es mejor que nos vayamos. Contestaré a todas
tus preguntas lo mejor que pueda. Sé muy bien que soy responsable ante la
familia.
Exacto exclamó el tío, exacto, date prisa, Josef, date prisa. Aún
tengo que dar unos encargos dijo K, y llamó por teléfono a su sustituto, que
entró poco después. El tío, en su excitación, señaló con la mano a K para
indicar que éste era el que le había llamado, de lo que naturalmente no había
ninguna duda. K, que permanecía detrás del escritorio, aclaró en voz baja a su
sustituto, un hombre joven, que, sin embargo, escuchaba con seriedad, todo lo
que tenía que hacer en su ausencia, mostrándole distintos escritos. El tío
molestaba al permanecer allí de pie, con los ojos muy abiertos y mordiéndose
los labios; aunque en realidad no escuchaba, la impresión de que lo hacía era
muy incómoda. Luego comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación,
deteniéndose un rato ante la ventana o ante un cuadro y pronunciando
expresiones como: «Me es completamente incomprensible» o «ahora dime
adónde va a ir a parar todo esto». El hombre joven hacía como si no notase
nada, escuchó tranquilamente las instrucciones de K, anotó algunas cosas y
salió, después de haber realizado una ligera inclinación ante K, así como ante
el tío, que, sin embargo, le volvió la espalda, miró por la ventana y cerró los
visillos. Apenas se había cerrado la puerta, el tío exclamó:
Al fin se ha ido ese pelele, ahora podemos irnos. ¡Ya era hora!
Por desgracia, no hubo ningún medio para que el tío dejase las preguntas
sobre el proceso cuando pasaban por el vestíbulo del banco, donde se
encontraban algunos funcionarios, entre ellos el subdirector.
Bien, Josef comenzó el tío, mientras saludaba con inclinaciones de
cabeza a los presentes, dime ahora abiertamente qué tipo de proceso es.
K hizo algunos gestos para que no dijera nada, sonrió un poco y sólo
cuando llegaron a la escalinata explicó al tío que no había querido hablar ante
la gente.
Has hecho bien dijo el tío, pero ahora habla.
Escuchó con la cabeza inclinada, fumando un cigarrillo con nerviosismo.
Ante todo, tío, no se trata de un proceso ante un tribunal ordinario.
Malo dijo el tío.
¿Qué? dijo K, y miró al tío.
Eso es malo, según creo repitió el tío.
Estaban al comienzo de la escalinata que conducía a la calle. Como el
portero parecía escuchar, K se llevó al tío hacia abajo. El animado tráfico de la
calle los acogió. El tío, que se había asido del brazo de K, ya no quiso hablar
con tanta urgencia sobre el proceso, incluso anduvieron un rato en silencio.
Pero, ¿cómo ha podido ocurrir? preguntó finalmente el tío, y se
detuvo tan súbitamente que los que venían detrás le tuvieron que esquivar
asustados. Esas cosas no surgen así, de repente, se van preparando con
mucho tiempo de antelación, ha tenido que haber signos. ¿Por qué no me has
escrito? Ya sabes que hago todo lo que puedo por ti, en cierta medida sigo
siendo tu tutor, y hasta hoy he estado orgulloso de serlo. Por supuesto que
seguiré ayudándote, aunque ahora que el proceso está en marcha, será muy
difícil. Lo mejor sería que te tomaras unas pequeñas vacaciones y te vinieras
con nosotros al campo. Estás un poco delgado, ahora lo noto. En el campo
recuperarás las fuerzas, eso será bueno, pues te esperan grandes esfuerzos.
Además, así eludirás al tribunal. Aquí disponen de todos los medios
coercitivos y los pueden aplicar automáticamente. En el campo tienen que
delegar en un órgano o intentar influir sobre ti por correspondencia, telégrafo o
teléfono. Eso debilita, naturalmente, los efectos. Aunque no te libera, al menos
te da un respiro.
Me pueden prohibir salir de la ciudad dijo K, que parecía entrar algo
en el proceso mental del tío.
No creo que lo hagan dijo el tío pensativo, con tu partida no sufren
una pérdida excesiva de poder.
Yo pensaba dijo K, y tomó a su tío del brazo para impedirle que se
detuviera que le darías menos importancia que yo, y ahora compruebo que
tú mismo lo tomas como algo muy serio.
Josef exclamó el tío, e intentó desasirse para detenerse, pero K no le
dejó, estás cambiado, siempre has tenido una gran inteligencia, ¿y
precisamente ahora no la empleas? ¿Acaso quieres perder el proceso? ¿Sabes
lo que eso significa? Eso significa que te suprimirán, y a todos tus parientes
contigo o, al menos, quedarán humillados, a la altura del suelo. Josef,
concéntrate. Tu indiferencia me desespera. Al verte así se puede creer el
refrán: «Proceso incoado, proceso perdido».
Querido tío dijo K, es inútil excitarse. Excitándose no se ganan los
procesos. Deja que me guíe también por mis experiencias, del mismo modo en
que respeto las tuyas, por más que algunas veces me asombren. Como dices
que también la familia quedará afectada lo que no puedo entender, pero es
un asunto secundario, seguiré tus consejos. Pero no considero una estancia
en el campo como algo ventajoso, pues significaría reconocer mi culpa y
podría entenderse como una huida. Además, aquí, es cierto, me pueden
perseguir mejor pero también puedo actuar e influir en el asunto.
Cierto dijo el tío en un tono reconciliador, sólo te hice esa
proposición porque veía que peligraba todo el asunto con tu indiferencia y me
parecía que la única salida viable era tomarlo todo en mis manos. Pero si
quieres llevar tú mismo el asunto y con todas tus fuerzas, será desde luego
mucho mejor.
Entonces estamos de acuerdo dijo K. ¿Tienes algún consejo sobre
lo que podría hacer?
Aún tengo que meditar algo sobre el asunto dijo el tío. Como sabes,
vivo ininterrumpidamente en el campo desde hace veinte años y así se pierde
el instinto para estas cosas. Mis contactos con gente importante, que tal vez
conozcan mejor estos asuntos, se han debilitado con el tiempo. En el campo
estoy algo solo. Precisamente uno lo nota cuando se producen este tipo de
incidentes. Además, todo esto ha sido inesperado, por más que después de la
carta de Ema sospechase algo, que se convirtió en certeza nada más verte.
Pero eso no tiene importancia, lo más importante es no perder el tiempo.
Mientras hablaba había hecho señas a un taxi, poniéndose de puntillas, y
cuando éste paró, subió, le dijo una dirección al conductor e introdujo a K en
el interior.
Vamos a hacer una visita al abogado Huld dijo el tío, fuimos
compañeros de colegio. ¿Conoces el nombre? ¿No? Es muy extraño. Tiene
gran fama como defensor y abogado de los pobres. Yo tengo mucha confianza
en él como persona.
Me parece bien todo lo que emprendas dijo K, aunque la manera
precipitada de actuar del tío le causara cierto malestar. No era muy agradable
visitar a un abogado para pobres siendo un acusado.
No sabía dijo que en un asunto así se podía consultar a un abogado.
Pues claro, naturalmente, ¿por qué no? Y ahora cuéntamelo todo para
que esté bien informado de lo que ha ocurrido.
K se lo comenzó a contar, sin silenciar nada. Su completa sinceridad fue la
única protesta que se pudo permitir contra la opinión del tío de que el proceso
era una gran vergüenza. El nombre de la señorita Bürstner lo mencionó sólo
una vez y de pasada, pero eso no influyó en la sinceridad de su exposición,
pues ella no tenía ninguna relación con el proceso. Mientras hablaba, miraba
por la ventanilla y observaba cómo se acercaban a los suburbios en los que se
hallaban las oficinas del juzgado. Se lo dijo a su tío, pero éste no creyó que la
coincidencia fuese digna de ser tenida en cuenta. El coche se detuvo ante una
casa oscura. El tío llamó a la primera puerta de la planta baja. Mientras
esperaban, sonrió, hizo rechinar sus grandes dientes y musitó:
Las ocho, una hora inusual para recibir a los clientes. Huld no me lo
tomará a mal.
En la mirilla de la puerta aparecieron dos grandes ojos negros, que
contemplaron durante un rato a los huéspedes y desaparecieron. La puerta
permaneció cerrada. El tío y K se confirmaron mutuamente haber visto los dos
ojos.
Una criada nueva que tiene miedo a los extraños dijo el tío y llamó
otra vez. Volvieron a aparecer los ojos, parecían tristes, pero podía ser una
ilusión producida por la llama de gas que ardía por encima de sus cabezas y
que apenas alumbraba.
¡Abra! gritó el tío golpeando la puerta con el puño, somos amigos
del señor abogado.
El señor abogado está enfermo susurró alguien a sus espaldas. En una
puerta al otro lado del pasillo había un hombre en bata que era el que se había
dirigido a ellos con voz tan baja. El tío, que ya estaba enfurecido por la espera,
se dio la vuelta bruscamente y gritó:
¿Enfermo? y se fue hacia él con actitud amenazadora, como si el otro
fuese la misma enfermedad.
Ya les han abierto dijo el hombre, señaló la puerta del abogado, se
ajustó la bata y desapareció.
Era cierto, habían abierto la puerta, una muchacha K reconoció en
seguida los ojos oscuros, un poco saltones permanecía con un delantal
blanco en el vestíbulo y mantenía una vela en la mano.
La próxima vez abra antes dijo el tío en vez de saludar, mientras la
muchacha hacía una ligera inclinación de cabeza.
Vamos, Josef dijo a K, que pasó lentamente al lado de la muchacha.
El señor abogado está enfermo dijo la joven, ya que el tío se dirigió
directamente hacia una puerta sin detenerse. K aún contemplaba asombrado a
la muchacha, cuando ella se volvió para impedir la entrada. Tenía un rostro
redondo como el de una muñeca, pero no sólo las pálidas mejillas y la barbilla
poseían una forma redondeada, sino también las sienes y la frente.
Josef volvió a llamar el tío y, a continuación, le preguntó a la joven:
¿Es el corazón?
Creo que sí dijo ella, había tenido tiempo para avanzar con la vela y
abrir la puerta de la habitación. En una de las esquinas, aún no iluminada, se
elevó de la cama un rostro con una larga barba.
Leni, ¿quién viene? preguntó el abogado, que, deslumbrado por la luz
de la vela, aún no había podido reconocer a los visitantes.
Soy Albert, tu viejo amigo dijo el tío.
¡Ah!, Albert dijo el abogado, y se dejó caer sobre la almohada, como
si esa visita no necesitase ninguna atención especial.
¿Tan mal estás? preguntó el tío, y se sentó al borde de la cama. No
lo creo. Es una de tus recaídas, pero pasará como las anteriores.
Es posible dijo el abogado en voz baja, pero es peor que otras
veces. Respiro con dificultad, no duermo y voy perdiendo fuerzas día a día.
Vaya dijo el tío, y presionó su sombrero de jipijapa contra la rodilla
, son malas noticias. ¿Te están cuidando bien? Esto está tan triste, tan
oscuro. Ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí, pero
antes esto era más agradable. Tampoco tu pequeña señorita parece muy alegre,
o tal vez disimula.
La muchacha permanecía con la vela cerca de la puerta. Parecía fijarse más
en K que en el tío, aun cuando éste se refirió a ella. K se apoyó en una silla
que él mismo había desplazado hasta las proximidades de la joven.
Cuando se está tan enfermo como yo dijo el abogado, hay que tener
tranquilidad, a mí no me parece triste.
Después de una pequeña pausa añadió:
Y Leni me cuida muy bien, es muy buena.
El tío, sin embargo, no se dejó convencer. Tenía un prejuicio contra la
enfermera y aunque no replicó nada al enfermo, persiguió con mirada severa a
la muchacha cuando ésta se acercó a la cama, dejó la vela en la me silla de
noche, se inclinó sobre el enfermo y le susurró algo mientras le arreglaba la
almohada. El tío prácticamente abandonó toda consideración hacia el enfermo,
se levantó, estuvo paseando de un lado a otro detrás de la enfermera y a K no
le hubiera asombrado que la hubiera cogido por la falda para apartarla de la
cama. K, sin embargo, lo contemplaba todo con tranquilidad. Incluso la
enfermedad del abogado era algo que no le venía mal, no había podido oponer
nada a la actividad que el tío había desarrollado por su causa, pero el freno que
experimentaba ahora ese celo, sin intervención alguna de K, lo tomó como
algo positivo. Entonces el tío, tal vez sólo con la intención de ofender a la
enfermera, dijo:
Señorita, por favor, déjenos un momento a solas, tengo que tratar con mi
amigo un asunto personal.
La enfermera, que se había inclinado aún más sobre el enfermo y
precisamente en ese momento alisaba la sábana, volvió la cabeza y dijo con
toda tranquilidad, que contrastaba con el silencio furioso y la verborrea del tío:
Ya ve, el señor está muy enfermo, no puede hablar de ningún asunto
personal.
Probablemente había repetido las palabras del tío sólo por comodidad, pero
por alguna persona ajena se podría haber tomado como una burla. El tío,
naturalmente, se comportó como si le hubieran acuchillado.
Tú, condenada logró decir con voz gutural y casi incomprensible por
la excitación.
K se asustó, aunque había esperado una reacción semejante, así que corrió
hacia él con la intención de taparle la boca con las manos. Felizmente, el
enfermo se incorporó detrás de la muchacha. El rostro del tío se tornó
sombrío, como si se estuviera tragando algo repugnante, y dijo algo más
tranquilo:
Por supuesto que aún no hemos perdido la razón; si lo que reclamo no
fuera posible, no lo habría dicho. Por favor, váyase.
La enfermera estaba de pie al lado de la cama, mirando al tío, y con una de
sus manos, como creyó advertir K, acariciaba la mano del ahogado.
Puedes decir lo que quieras en presencia de Leni dijo el enfermo con
un tono de súplica.
No me concierne a mí dijo el tío, no es mi secreto.
Y se dio la vuelta, como si no pensara participar en más negociaciones,
pero concediera un periodo de reflexión.
Entonces, ¿a quién concierne? preguntó el abogado con voz apagada,
y volvió a echarse.
A mi sobrino dijo el tío, lo he traído conmigo.
Se lo presentó:
Gerente Josef K.
¡Oh! dijo el enfermo con súbita vivacidad, y le extendió la mano,
disculpe, no había advertido su presencia.
Retírate, Leni dijo a la enfermera, que ya no se opuso, y le dio la
mano como si se despidiera por largo tiempo.
Así que no has venido a hacer una visita a un enfermo dijo finalmente
al tío, que se había acercado ya reconciliado, vienes por motivos
profesionales.
Era como si la idea de una visita de enfermo hubiese paralizado hasta ese
momento al abogado, tan fortalecido aparecía ahora. Permaneció apoyado en
el codo, lo que tenía que ser bastante fatigoso, y tiró una y otra vez de un pelo
de su barba.
Parece dijo el tío que te has recuperado algo desde la salida de esa
bruja.
Se interrumpió y musitó:
Apuesto a que está escuchando y saltó hacia la puerta. Pero detrás de
la puerta no había nadie. El tío regresó, pero no decepcionado, sino amargado,
pues creía ver en el comportamiento recto de la muchacha una mayor maldad.
No la conoces dijo el abogado, sin proteger más a la enfermera. Tal
vez sólo quería expresar con ello que no necesitaba protección. Pero prosiguió
en un tono más interesado:
En lo que se refiere al asunto de tu señor sobrino, me consideraría feliz
si mis fuerzas bastasen para una tarea tan extremadamente difícil; me temo,
sin embargo, que no bastarán, pero tampoco quiero dejar de intentarlo; si no
puedo, siempre será posible solicitar la ayuda de otro. Para ser sincero, el
asunto me interesa demasiado como para dejarlo pasar y renunciar a toda
participación. Si mi corazón no lo soporta, al menos encontrará aquí una buena
ocasión para fallar del todo.
K no creyó comprender ni una sola palabra de lo que había dicho. Miró al
tío para encontrar una explicación, pero éste estaba sentado en la mesilla de
noche, de la que se acababa de caer sobre la alfombra un frasco de medicinas.
Con la vela en la mano, el tío asentía a lo que decía el abogado, se mostraba de
acuerdo en todo y miraba de vez en cuando a K como si requiriera un
consenso similar. ¿Acaso había hablado ya el tío con el abogado acerca del
proceso? Pero eso era imposible, todo lo acaecido hablaba en contra. Por esta
causa, dijo:
No entiendo.
¿Acaso le he interpretado mal? preguntó el abogado tan asombrado y
confuso como K. Tal vez me he precipitado. ¿Sobre qué quería hablar
conmigo? Creía que se trataba de su proceso.
Naturalmente dijo el tío, que entonces preguntó a K: Pero ¿qué te
pasa?
Sí, pero, ¿de qué me conoce y cómo sabe de mi proceso? inquirió K.
¡Ah, ya! dijo el abogado sonriendo, soy abogado, trato con
miembros de los tribunales, se habla de distintos procesos, sobre todo de los
más llamativos, y cuando afectan al sobrino de un amigo se quedan en la
memoria. No es nada extraño.
Pero ¿qué te pasa? volvió a preguntarle el tío. Estás muy nervioso.
¿Usted tiene trato con los miembros de los tribunales? preguntó K.
Sí dijo el abogado.
Haces preguntas de niño dijo el tío.
¿Con quién voy a tratar si no es con gente de mi gremio? añadió el
abogado.
Sonó tan irrebatible que K fue incapaz de contestar. «Usted trabaja en las
estancias del Palacio de justicia pero no en las del desván», hubiera querido
decir, pero no se atrevió.
Tiene que tener en cuenta continuó el abogado, como si le estuviera
explicando algo evidente y superfluo que de ese trato saco muchas ventajas
para mis clientes y, además, en múltiples sentidos, pero de eso no se puede
hablar. Naturalmente estoy algo impedido a causa de mi enfermedad; no
obstante sigo recibiendo visitas de buenos amigos de los tribunales y me
entero de algunas cosas. Es posible que me entere de mucho más de lo que se
pueden enterar algunos que gozan de la mejor salud y se pasan todo el día en
los tribunales. Precisamente ahora tengo una visita entrañable y señaló hacia
una de las esquinas.
¿Dónde? preguntó K de un modo algo grosero por la sorpresa. Miró a
su alrededor con inseguridad, la luz de la vela no llegaba hasta la pared
opuesta. Y realmente algo comenzó a moverse en la esquina. A la luz de la
vela, que ahora el tío sostenía en alto, se podía ver a un señor bastante mayor
sentado frente a una mesita. Era como si todo ese tiempo hubiera aguantado la
respiración para permanecer inadvertido. Ahora se levantó algo molesto,
insatisfecho por haber acaparado la atención. Era como si quisiera evitar,
moviendo las manos como pequeñas alas, cualquier presentación o saludo,
como si no quisiera molestar a los demás con su presencia y como si suplicase
que le dejaran de nuevo en la oscuridad y en el olvido. Pero ya no se lo podían
consentir.
Nos habéis sorprendido dijo el abogado como explicación e hizo una
seña al señor para animarle a que se aproximara, lo que éste hizo lentamente,
dudando, mirando alrededor y con cierta dignidad.
El señor jefe de departamento judicial
, ¡ah!, perdón, no les he
presentado. Aquí mi amigo Albert K, aquí su sobrino, el gerente Josef K, y
aquí el señor jefe de departamento. Bien, pues el señor jefe de departamento
ha sido tan amable de hacerme una visita. El valor de una visita así sólo puede
ser apreciado por alguien que sepa lo cargado de trabajo que está el señor jefe
de departamento. No obstante ha venido, y conversábamos tranquilamente,
tanto como lo permitía mi debilidad. No habíamos prohibido a Leni que dejara
entrar a visitantes, pues no esperábamos a ninguno, pero opinábamos que
debíamos permanecer solos; entonces se oyeron tus golpes, Albert, y el señor
jefe de departamento se retiró con su sillón a una esquina, pero ahora parece
que tenemos un asunto para discutir en común y puede volver con nosotros.
Señor jefe de departamento dijo con una inclinación y una sonrisa sumisa,
señalando una silla en la cercanía de la cama.
Por desgracia sólo podré permanecer unos minutos dijo amablemente
el jefe de departamento, se sentó cómodamente en la silla y miró el reloj,
pues el trabajo me llama. Pero tampoco quiero perder la oportunidad de
conocer a un amigo de mi amigo.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia el tío, quien parecía muy satisfecho por
su nuevo conocido, satisfacción que, sin embargo, no supo manifestar, ya que,
por su naturaleza, era incapaz de mostrar ningún sentimiento de sumisión,
limitándose a acompañar las palabras del jefe de departamento con una risa
confusa. ¡Una visión horrible! K podía contemplarlo todo tranquilamente,
pues nadie se preocupaba de él. El jefe de departamento, como parecía que era
su costumbre, tomó la palabra. El abogado, por su parte, cuya debilidad inicial
parecía que sólo había servido para expulsar a la nueva visita, escuchaba con
atención, con la mano en el oído; el tío, que mantenía la vela la balanceaba
sobre su muslo y el abogado le miraba frecuentemente con preocupación
había superado su confusión previa y seguía encantado la manera de hablar del
jefe de departamento y los movimientos ondulados de manos con que éste
acompañaba a sus palabras. K, que se apoyaba en la pata de la cama, era
completamente ignorado por el jefe de departamento, probablemente con toda
intención, y permaneció como mero oyente. Además, no sabía de qué estaban
hablando y se dedicó a pensar en la enfermera, en el trato tan malo que había
recibido del tío y llegó a considerar si no había visto ya al jefe de
departamento, tal vez en la asamblea durante su primera comparecencia. Si se
equivocaba, el jefe de departamento habría armonizado perfectamente con los
participantes de las primeras filas, aquellos ancianos con sus barbas ralas.
En ese preciso momento todos se quedaron escuchando pues se había
producido un ruido como el que hace la porcelana al romperse.
Voy a ver qué ha podido ocurrir dijo K, y salió lentamente, como si
quisiera dar la oportunidad de que le detuvieran. Apenas había entrado en el
vestíbulo e intentaba orientarse en la oscuridad, cuando una mano pequeña,
mucho más pequeña que la de K, se posó sobre la suya, aún en el picaporte, y
cerró suavemente la puerta. Era la enfermera, que había estado esperando allí.
No ha ocurrido nada susurró ella, he arrojado un plato contra la
pared para sacarle de la habitación.
K dijo algo confuso:
También yo he pensado en usted.
Mucho mejor dijo la enfermera. Venga.
Llegaron a una puerta con un cristal opaco. La enfermera la abrió.
Entre dijo ella.
Era el despacho del señor abogado. Por lo que se podía apreciar a la luz de
la luna, que sólo alumbraba con intensidad un espacio rectangular del suelo
bajo dos grandes ventanas, los muebles eran antiguos y pesados.
Venga aquí dijo la enfermera, y señaló un oscuro arcón con forma de
asiento provisto de un respaldo de madera labrada.
Cuando K se sentó, miró a su alrededor: era una habitación amplia y
elevada, la clientela del abogado de los pobres se debía de sentir perdida. K
creyó apreciar los pequeños pasos con los que los visitantes se acercaban al
poderoso escritorio. Pero poco después lo olvidó y sólo tuvo ojos para la
enfermera, que estaba sentada junto a él y casi le presionaba contra uno de los
brazos del arcón.
Pensé dijo ella que vendría conmigo sin necesidad de llamarle. Ha
sido muy extraño. Primero me estuvo mirando al entrar casi
ininterrumpidamente y luego me dejó esperando. Por lo demás, llámeme Leni
añadió rápida e inesperadamente, como si no quisiera desperdiciar ni un
segundo de esa conversación.
Encantado dijo K. Pero en lo que concierne a su extrañeza, Leni, se
puede explicar fácilmente. En primer lugar, tenía que escuchar la cháchara de
los dos ancianos y no podía salir sin motivo alguno; en segundo lugar, soy más
bien tímido, y usted, Leni, no tenía el aspecto de poder ser conquistada en un
instante.
No ha sido eso dijo Leni, que apoyó el brazo en el respaldo y
contempló a K, lo que pasa es que no le gusté al principio y probablemente
tampoco le gusto ahora.
«Gustar» no expresaría bien lo que siento dijo K, eludiendo una
respuesta directa.
¡Oh! exclamó ella sonriendo, y ganó gracias a las últimas palabras de
K cierta superioridad. Por esta causa, K permaneció un rato en silencio. Como
ya se había acostumbrado a la oscuridad de la habitación, pudo distinguir
algunos objetos. En concreto, le llamó la atención un gran cuadro que colgaba
a la derecha de la puerta. Se inclinó para verlo mejor. En él estaba retratado un
hombre con la toga de juez, sentado en un sitial, cuyos adornos dorados
destacaban intensamente. Lo insólito era que ese juez no estaba sentado en una
actitud digna y reposada, sino que presionaba con fuerza el brazo izquierdo
contra el respaldo y contra el brazo del sitial, mientras mantenía libre el brazo
derecho, cuya mano se aferraba al otro brazo del asiento como si en el instante
siguiente fuera a saltar con un giro violento para decir algo decisivo o
pronunciar una sentencia. Se suponía que el acusado estaba al inicio de una
escalera, de la cual sólo se podían ver los peldaños superiores, cubiertos con
una alfombra amarilla.
Tal vez sea éste mi juez dijo K, y señaló el cuadro con el dedo.
Yo le conozco dijo Leni, que también miró el cuadro, viene a
menudo de visita. El retrato lo pintaron cuando era joven, pero jamás ha
podido parecerse al del cuadro, pues es muy bajito. Sin embargo, se hizo
retratar con esa estatura porque es muy vanidoso, como todos los de aquí. Pero
yo también soy vanidosa y estoy muy insatisfecha por no gustarle a usted.
K sólo respondió a este último comentario atrayendo a Leni hacia él y
abrazándola: ella reclinó en silencio la cabeza en su hombro. A continuación,
K le preguntó:
¿Qué rango tiene?
Es juez de instrucción dijo ella, tomó la mano de K, con la que él la
abrazaba y jugó con sus dedos.
Otra vez sólo un juez instructor dijo K decepcionado, los
funcionarios superiores se esconden, pero él está sentado en un sitial.
Eso es todo un invento dijo Leni, poniendo el rostro en la Mano de K,
en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta una vieja manta para
caballerías. Pero ¿tiene que pensar siempre en el proceso? añadió lentamente.
No, no, en absoluto dijo K, incluso creo que pienso demasiado
poco en él.
Ése no es el error que está cometiendo dijo Leni. Usted es
demasiado inflexible, al menos eso es lo que he oído.
¿Quién ha dicho eso? preguntó K. Sintió su cuerpo en su pecho y
contempló su mata de pelo oscuro.
Revelaría demasiado si se lo dijera respondió Leni. Por favor, no
pregunte nombres, pero rectifique su error, no sea tan inflexible. No hay
defensa posible contra esta judicatura, hay que confesar. Haga la confesión en
la próxima oportunidad que se le presente. Sólo así tendrá la posibilidad de
escapar, sólo así. No obstante, le será imposible sin ayuda. No tema por esa
ayuda, yo se la prestaré.
Usted sabe mucho de esta justicia y de todas las trampas necesarias para
moverse en ella dijo K, y, como se apretaba mucho a él, decidió sentarla
sobre sus rodillas.
Así estoy bien dijo ella, y se acomodó un poco la falda y la camisa.
Luego puso las manos en torno a su cuello, se inclinó un poco hacia atrás y lo
contempló durante un rato.
Y si no confieso, ¿no me podrá ayudar? preguntó K de prueba. Reúno
ayudantes femeninos pensó con asombro, primero la señorita Bürstner,
luego la esposa del ujier y por último esta pequeña enfermera, que parece
sentir una incomprensible atracción hacia mí. ¡Se sienta en mis rodillas como
si fuese su lugar preferido!»
No respondió Leni y sacudió lentamente la cabeza. En ese caso no
podría ayudarle. Pero está claro que usted no quiere mi ayuda usted es
obstinado y no se deja convencer. ¿Tiene una amante? preguntó después de
un rato de silencio.
No dijo K.
¡Oh, sí! dijo ella.
Sí, claro que sí dijo K. La he negado y, no obstante, llevo una
fotografía suya.
Siguiendo su petición, le mostró la fotografía, que ella estudió hecha un
ovillo sobre sus rodillas. Era una fotografía al natural: la tomaron mientras
Elsa bailaba una danza trepidante, como las que le gustaba bailar en el local
donde trabajaba; su falda volaba a su alrededor agitada por sus giros y
apoyaba las manos en las caderas, al mismo tiempo miraba sonriendo hacia un
lado con el cuello estirado. No se podía reconocer en la foto a quién dirigía esa
sonrisa.
Se ha ceñido demasiado el corpiño dijo Leni, y señaló el lugar donde
se podía apreciar. No me gusta, es torpe y vulgar. Tal vez sea con usted
dulce y amable, eso se podría deducir de la fotografía. Mujeres tan altas y
fuertes no saben a menudo otra cosa que ser dulces y amables; pero, ¿sería
capaz de sacrificarse por usted?
No dijo K, ni es dulce ni amable, ni tampoco se sacrificaría por mí.
Aunque hasta ahora no he reclamado de ella ni lo uno ni lo otro. Y no he
contemplado la fotografía con tanto detenimiento como usted.
Entonces no tiene mucha importancia para usted dijo Leni, no es su
amante.
Sí lo es dijo K, no voy a desmentirlo ahora.
Bueno, por mucho que sea su amante dijo Leni, no la echaría de
menos si la perdiera o la sustituyera por otra, por ejemplo por mí.
Cierto dijo K sonriendo, eso sería posible, pero ella tiene una
ventaja frente a usted, no sabe nada del proceso y si supiera algo, no pensaría
en convencerme para que condescendiera.
Eso no es ninguna ventaja dijo Leni. Si no tiene más ventajas, no
perderé la esperanza. ¿Tiene algún defecto corporal?
¿Un defecto corporal? preguntó K.
Sí dijo Leni, yo tengo un pequeño defecto, mire.
Estiró los dedos corazón e índice de su mano derecha y una membrana
llegaba prácticamente hasta la mitad del dedo más corto. La oscuridad impidió
ver a K lo que quería mostrarle, así que ella llevó su mano hasta el sitio
indicado para que él lo tocara.
Qué capricho de la naturaleza dijo K, y añadió mientras miraba toda
la mano: Qué garra tan hermosa.
Leni contempló con orgullo cómo K abría y cerraba asombrado los dos
dedos hasta que, finalmente, los besó ligeramente y los soltó.
¡Oh! exclamó ella en seguida. ¡Me ha besado!
Ayudándose con las rodillas, trepó por el cuerpo de K con la boca abierta;
K la miró consternado, ahora que estaba tan cerca notó que despedía un olor
amargo y excitante, como a pimienta; atrajo su cabeza, se inclinó sobre ella y
la mordió y besó en el cuello, luego mordió su pelo.
La ha sustituido por mí exclamaba ella, ve, ¡la ha sustituido por mí!
Sus rodillas resbalaron y cayó hasta casi tocar la alfombra lanzando un
pequeño grito. K la abrazó para sujetarla, pero ella lo atrajo.
Ahora me perteneces dijo ella.
Aquí tienes la llave de la casa, ven cuando quieras fueron sus últimas
palabras y un beso al azar le alcanzó en la espalda mientras se alejaba. Cuando
salió de la casa comprobó que caía una fina lluvia, quería llegar a la mitad de
la calle para poder ver a Leni en la ventana, pero de un automóvil, que
esperaba cerca de la casa, y que K no había advertido, salió el tío, le cogió del
brazo y le empujó contra la puerta de la casa, como si quisiera apuntalarle
contra ella.
¡Pero cómo has podido hacerlo! gritó. Has dañado gravemente tu
causa cuando ya iba por el buen camino. Te ocultas con esa cosa sucia que,
además, es la amante del abogado y permaneces ausente durante horas. Ni
siquiera buscas una excusa, no, ni disimulas, sino que abiertamente corres
hacia ella y te quedas con ella. Y mientras tanto nosotros permanecemos allí
sentados, tu tío, que se esfuerza por ti, el abogado, al que hay que ganarse para
que te defienda y, sobre todo, el jefe de departamento, ese gran señor, que
domina tu caso en su estado actual. Queríamos hablar sobre cómo se te podía
ayudar, yo tenía que hablar cuidadosamente con el abogado y luego éste con el
jefe de departamento y al menos tendrías que haberme apoyado. En vez de eso
permaneces ausente. Al final ya no se puede ocultar, son hombres educados,
no hablan de ello, me guardan consideración, pero llega un momento en que
ya no lo pueden tolerar, y como no pueden hablar del caso, enmudecen.
Hemos permanecido allí sentados minutos y minutos sin decir una palabra,
escuchando si venías o no. Todo en vano. Finalmente, el jefe de departamento,
que ha permanecido más tiempo del que quería, se ha levantado y se ha
despedido de mí, compadeciéndome y sin poder ayudarme. Luego esperó
amablemente un tiempo en la puerta y se fue. Naturalmente, yo estaba feliz de
que se hubiera ido, ya no podía ni respirar. Al abogado le ha sentado mucho
peor, el pobre hombre no podía hablar cuando me despedí de él.
Probablemente has contribuido a que sufriese una recaída y así aceleras la
muerte del hombre del que dependes. Y me dejas a mí, a tu tío, aquí, bajo la
lluvia, mira, estoy empapado, he esperado horas.
El abogado. El fabricante. El pintor
Una mañana de invierno fuera caía la nieve y la luz era mortecina, K
estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse en las primeras
horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios inferiores, había
encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie; puso como excusa que
estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar, giraba en su sillón, desplazaba
lentamente distintos objetos sobre el escritorio y, sin ser muy consciente de lo
que hacía, terminó por extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil
con la cabeza inclinada.
El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había
considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al
tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a
cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa
forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las
justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un
escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple
defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran
indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era
mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas
tuvo la impresión de que ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le
había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar.
Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo
podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el
contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en
silencio, inclinándose sobre el escritorio tal vez por su dureza de oído,
tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible
que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía
alguna vacía advertencia, como se hace con los niños. Palabras tan inútiles
como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara
la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente,
comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le
contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos similares,
procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se
habían presentado igual de desesperanzados. Tenía una lista con esos procesos
en su cajón al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa, pero
por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto
oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había
comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba
redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que
daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo
del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle
que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se
leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que
provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del
acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante
mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría
todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los
primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer
escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se
conservase hasta el final esto lo había sabido el abogado sólo por rumores
, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K
no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público,
podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no
prescribía su publicidad. Como consecuencia de esto, los escritos judiciales,
ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la
defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en
concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad
algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y aptos para servir de
prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del
acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o
permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas
condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y
difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una
defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se
podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por
consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado
reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese
tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación
indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho
de los abogados, lo comprobaría. Probablemente quedaría horrorizado al ver
en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el
desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una
claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía que
buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una
chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo
de esa estancia sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se
encontraba aquello, había, desde hacía más ele un año, un agujero, no tan
grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente
como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el
segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso,
precisamente en el corredor donde esperan los acusados. No exageraba al decir
que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las
quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito,
lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los
abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes.
Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se
quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado.
No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los
abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan
necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también
permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era
posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a
los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era
muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones.
Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía
estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar
al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor,
acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las
veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más
importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto,
una persona competente averiguaría más que otra que no lo era. Lo más
importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la
calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos
inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos
abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el
cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba
algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su
campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo,
incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa manera se
podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado,
aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para
hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del
proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más
valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los
funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios
superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir
en el desarrollo del proceso, al principio de una vera inapreciable, más tarde
con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la
elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos abogados
podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin
embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados
y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que
fortalecía vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que
el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del
juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del
magistrado, o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios,
y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad,
ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente
interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso
había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de
vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este
último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada
impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una
sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la
pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar
convencidos del todo. Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han
dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna
consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara
en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos
señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa
especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad,
también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí salía a la luz uno de
los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del
tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los
procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente
avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en
cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con
frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del
sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos.
Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un
empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas. En esa
ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido
esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el
abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas
situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se
tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con
impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco
era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La
estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era
abarcable para el especialista. El procedimiento en los distintos juzgados era,
por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por
consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases
subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin
que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran
adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza
del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos
de las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley
les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la
defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta
el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la
defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en
cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios todos tenían la
misma experiencia, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo
insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados,
incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados sufrieran
mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según
todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y
silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción estos
funcionarios eran más diligentes que nadie, un asunto judicial bastante
difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el
abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas,
probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció
allí emboscado y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían
entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué
podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no
podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además,
tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra.
Por otra parte, como no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de
entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una
y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al
ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una
hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno,
realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer,
así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que
ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues
los abogados y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en
parte, las circunstancias que allí prevalecían no pretendían introducir ni
imponer ninguna mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que
casi todos los acusados y esto era lo significativo, incluso gente muy
simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así
desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de
otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto
de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles aunque sólo se
trataba de una superstición absurda, lo único que habría conseguido, en el
mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría
dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del
cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la
atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo
judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien
cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y
precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña
distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar todo está
conectado y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable,
todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor
era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no
servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que
los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de
departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que
pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la
lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además,
intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban como
niños. Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces y la actitud de K,
por desgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría, y entonces dejaban
de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo
lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo
explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se
reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había
reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder
abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas
sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber
conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas
perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría
haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos
se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de
los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces
todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas
expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada.
También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era
lo único que quedaba. A estos ataques sólo eran pequeños ataques, caídas de
ánimo, nada más estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les
quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y
satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado.
No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un
acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera
lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse solo si ya había pedido ayuda? Eso
no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso
que el abogado ya no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del
proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ayudar
las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo.
El proceso había entrado en una fase en la que ya se podía prestar ayuda
alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no
podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado llegaba a casa y
encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto
esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían
valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había
que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo
decir que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría
nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en
el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por
ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban muchas
oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso
K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido
entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas
introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido.
Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar
detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera
despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se podía
decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos,
mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían
negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque
tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares
comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el
valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible
ganarse al jefe de departamento ya había emprendido algo en ese sentido,
entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía
esperar confiado el desarrollo posterior del proceso.
En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada
visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué progresos
se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito, pero nunca se terminaba,
lo que en la siguiente visita resultaba una gran ventaja, pues precisamente los
últimos tiempos, lo que no se podía haber previsto, habían sido desfavorables
para entregarlo. Si K algunas veces, agotado por el discurso, añadía que,
teniendo en cuenta todas las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento,
se le replicaba que no iba nada lento, pero que ya habrían avanzado mucho
más si K se hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno. Por
desgracia, había descuidado esa medida y un descuido así traería más
desventajas, y no sólo temporales.
La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de Leni,
que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en presencia de K.
Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar cómo el abogado se
servía y sorbía inclinado el té, con una suerte de avaricia, y dejaba que K
cogiese su mano en secreto. Reinaba un completo silencio. El abogado bebía,
K estrechaba la mano de Leni y Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente
el cabello de K.
¿Aún estás aquí? preguntaba el abogado, después de haber terminado
de beber.
Quería llevarme el servicio decía Leni, se producía un último apretón
de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a K con nuevas
energías.
¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no lo
sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba en buenas
manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese verdad, aunque
estaba claro que siempre quería permanecer en un primer plano y que muy
probablemente jamás había llevado un proceso tan grande como, según su
opinión, era el de K. Lo más sospechoso, sin embargo, eran las supuestas
relaciones con los funcionarios, de las que no dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso
debían ser empleados sólo en beneficio de K? El abogado jamás se olvidaba
de indicar que siempre se trataba funcionarios inferiores, es decir de
funcionarios en puestos muy dependientes, y cuyo ascenso podría verse
influido por ciertos cambios en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al
abogado para conseguir cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios
al acusado? Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero
seguro que había procesos en los que podían conseguir ventajas a través del
abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre. Si era así,
¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual, como aclaraba el
abogado, era un proceso muy difícil e importante y había llamado la atención
en los tribunales desde el principio? No era muy difícil sospechar lo que
harían. Se podían descubrir algunas señales de esto en el mero hecho de que ni
siquiera se había entregado el primer escrito, a pesar de que el proceso ya
duraba meses y según las indicaciones del abogado se encontraba en los
inicios, lo que, naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y
mantenerlo desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la
sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación, concluida
en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.
Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta.
Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana invernal,
cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento le parecía
irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio hacia el proceso
había desaparecido. Si hubiera estado solo en el mundo, habría podido
desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba seguro que en ese caso no
habría habido proceso. Pero el tío le había llevado al abogado, había intereses
familiares que contaban. Su posición no era por completo independiente del
curso del proceso, él mismo había mencionado imprudentemente el asunto,
con una inexplicable satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a
través de fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía
vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no tenía la
elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él de lleno y tenía
que defenderse. Si estaba cansado, peor para él.
Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había
sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una posición
elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía que emplear
estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito, en el proceso y no había
duda de que todo saldría bien. Ante todo, si quería lograr algo, era necesario
rechazar de antemano cualquier pensamiento sobre una posible culpabilidad.
No había culpa alguna. El proceso no era otra cosa que un gran negocio, como
él mismo los había cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un
negocio en el cual, como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin
embargo, se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el
tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento del
beneficio propio. Considerado desde esta perspectiva, también era inevitable
privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si fuera posible. Según
lo que le había contado, sería algo inusitado e, incluso, insultante, pero K no
podía tolerar que sus esfuerzos en el proceso tropezasen con impedimentos
que podían provenir de su propio abogado. Una vez que hubiera prescindido
del abogado, tendría que presentar el escrito de inmediato e insistir todos los
días para que lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería
suficiente que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara
su sombrero bajo el banco. Él mismo, las mujeres o algún mensajero tendrían
que perseguir a los funcionarios para obligarlos a sentarse en la mesa, en vez
de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así presionarlos para estudiar
el escrito de K. No había que cejar en estos esfuerzos, todo tenía que ser
organizado y vigilado, la justicia tenía que toparse, por fin, con un acusado
que sabía hacer valer sus derechos.
Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de
redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había pensado
con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería obligado a
redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído que pudiera ser tan
difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba desbordado por el trabajo,
lo dejó repentinamente todo a un lado y tomó un cuaderno e intentó bosquejar
un escrito judicial para ponerlo a disposición del abogado, y cómo
precisamente en ese instante se abrió la puerta del despacho contiguo y entró
el subdirector riendo. Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el
subdirector no se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre
un chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para
comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa de K y
con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del escrito.
Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar. Si no
encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que hacer en su casa
por las noches. Si las noches no bastaban, tendría que tomar unas vacaciones.
Lo que no podía hacer era quedarse a medio camino, eso era lo más absurdo y
no sólo en el mundo de los negocios, sino en todos los ámbitos. El escrito
judicial significaba un trabajo interminable. No era necesario tener un carácter
miedoso para llegar a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y
no por pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su
redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente, toda
su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles ampliaciones.
Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera adecuado para ocupar a
un anciano senil en los días vacíos de su jubilación. Pero, ahora que K
necesitaba invertir toda su capacidad mental en su trabajo, ahora que cada
minuto pasaba raudo ya que se encontraba en plena promoción y
representaba un serio peligro para el subdirector, y ahora que, como un
hombre joven, deseaba disfrutar las cortas tardes y las noches, precisamente
ahora tenía que comenzar a redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se
tornaron en quejas. Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón
del timbre que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora.
Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones había perdido
un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De todos modos, tampoco
había perdido el tiempo del todo. Había tomado decisiones que podían ser
muy valiosas. El empleado trajo además del correo dos tarjetas de visita
pertenecientes a dos señores que ya esperaban a K desde hacía un tiempo.
Precisamente se trataba de importantes clientes del banco a los que no se les
debería haber hecho esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un
momento tan poco propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores
detrás de la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento
para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo
transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para recibir al
primero.
Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un trabajo
importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al fabricante tanto
tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo tan maquinal, con una
acentuación tan falsa, que el fabricante, si no hubiera estado tan sumido en sus
asuntos de negocios, lo habría advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de
todos sus bolsillos, cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le
aclaró algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había
llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a K que
hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió de pasada que
esta vez había otro banco que se interesaba en el proyecto. Finalmente, se
calló para oír la opinión de K. Éste había seguido al principio la explicación
del fabricante, también él había reconocido la importancia del negocio, pero,
por desgracia, no por mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir
con la cabeza a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta
eso, dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el
papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos sus
esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio que eso sólo
ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era incapaz de escuchar
nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del fabricante, quien parecía estar
preparado para cualquier eventualidad, que la entrevista de negocios tenía que
continuar. Así que inclinó la cabeza, como si se le hubiera impartido a orden y
comenzó a desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y
contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía
objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran lo
decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y,
aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.
Es difícil dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra el brazo
de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible, estaban tapados. Incluso
miró débilmente hacia arriba cuando se abrió la puerta del despacho contiguo
y apareció, algo borroso, como si estuviera detrás de un velo, el subdirector. K
ya no pudo reflexionar más, simplemente auspició el resultado, que sería
satisfactorio para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a
saludar al subdirector. K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera
levantado diez veces más rápido, ya que temía que el subdirector pudiera
desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y se acercaron juntos
a la mesa de K. El fabricante se quejó de que había encontrado poco interés
por parte del gerente hacia el negocio y señaló a K, que, bajo la mirada del
subdirector, se inclinó de nuevo sobre los papeles. Cuando ambos se apoyaron
en la mesa y el fabricante intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como
si dos hombres, cuya estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo
sobre él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse de lo
que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso en la palma de la
mano y lo elevó poco a poco, mientras se levantaba, hacia los señores. Al
hacerlo no pensó en nada concreto, sólo tenía la impresión de que así era como
tendría que comportarse si hubiera terminado su gran escrito judicial que
finalmente le aliviaría de toda carga. El subdirector, que prestaba gran
atención al fabricante, miró fugazmente el papel, pero no lo leyó, pues lo que
era importante para el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano
de K y dijo:
Gracias, ya lo sé y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa.
K lo miró de soslayo con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo notó
o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo, pues rio con
frecuencia, confundió al fabricante con una réplica aguda, le sacó de la
confusión haciéndose a sí mismo un reproche y, finalmente, le invitó a ir a su
despacho para terminar allí el asunto.
Es un negocio muy importante le dijo al fabricante, ya lo veo. Y al
señor gerente y al hacer esta indicación siguió hablando sólo con el
fabricante le gustará con toda certeza que le privemos de él. El asunto
reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin embargo,
sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en el
antedespacho.
K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector y
dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de eso no
emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio, como un
dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo ambos
señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la mesa y
desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir, el fabricante se
volvió y le dijo que no se despedía, que informaría naturalmente al gerente
sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía que comunicarle algo.
Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era
agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba
hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el ordenanza. Fue
hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el picaporte con la mano y
contempló la plaza. Aún caía la nieve, no había aclarado.
Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba,
sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la puerta
del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido. Pero como
nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en el lavabo, se lavó
con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza más despejada. La decisión
de asumir su propia defensa le parecía ahora más ardua de lo previsto. Desde
que había traspasado la defensa al abogado, el proceso le había afectado poco,
lo había observado desde la lejanía y, aunque apenas se había logrado nada,
había podido comprobar, siempre que había querido, cómo estaba el asunto,
retirándose cuando lo creía oportuno. No obstante, si asumía su propia
defensa, tendría que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una
completa y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a
peligros mayores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y del
fabricante se la había aclarado. ¡Cómo se había quedado sentado
completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta dónde
podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el camino que lleva
a un buen fin? ¿Acaso no significaba una defensa cuidadosa y cualquier otra
cosa era absurda la necesidad de aislarse al mismo tiempo de todo lo
demás? ¿podría superarlo con éxito? ¿Y cómo podría llevarlo a cabo en el
banco? No se trataba sólo del escrito, para lo que quizá hubieran bastado unas
cortas vacaciones, aunque solicitar ahora unas vacaciones supondría una
empresa arriesgada, se trataba de todo el proceso, cuya duración era imposible
de prever. ¡Qué impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera
de K!
¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio. ¿Ahora
tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con ellos? ¿Tenía que
preocuparse por los negocios del banco mientras su Proceso seguía su curso,
mientras arriba, en la buhardilla, los funcionarios judiciales se sentaban ante
los escritos de su proceso? ¿No parecía todo una tortura, reconocida por la
justicia, y que acompañaba al proceso? ¿Y se tendría en cuenta en el banco a
la hora de juzgar su trabajo la situación delicada en la que se encontraba?
Nunca jamás. Su proceso tampoco era tan desconocido, aunque no estuviera
muy claro quién sabía de él y cuánto. Aparentemente el rumor no había
llegado hasta el subdirector, si no ya se habría visto claramente cómo éste lo
utilizaba contra K, sin espíritu de solidaridad y sin la más mínima humanidad.
¿Y el director? Cierto, mostraba simpatía hacia K, y si hubiese sabido algo del
proceso habría querido ayudarle aligerándole el trabajo, pero no hubiera
intervenido, pues ahora que se había perdido el equilibrio formado por K
quedaba sometido a la influencia del subdirector, quien se aprovechaba del
estado de debilidad del director para fortalecer su propio poder. ¿Qué podía
esperar entonces K? Era posible que con tanta reflexión estuviera debilitando
su capacidad de resistencia, pero también resultaba necesario no hacerse
ilusiones y verlo todo con la mayor claridad posible.
Sin un motivo especial, sólo para no tener que volver al escritorio, abrió la
ventana. Se abría con dificultad, tenía que girar el picaporte con ambas manos.
Al abrirse penetró una bocanada de niebla mezclada con humo que se extendió
por toda la habitación, acompañada de un ligero olor a quemado. También
penetraron algunos copos de nieve.
Un otoño horrible dijo el fabricante detrás de K, que había entrado
desde el despacho del subdirector sin que K lo hubiese advertido. K asintió y
miró, inquieto, la cartera del fabricante, de la que parecía querer sacar los
papeles para comunicarle los resultados de su entrevista con el subdirector.
Pero el fabricante siguió la mirada de K, golpeó su cartera y dijo sin abrirla:
Quiere oír qué tal ha ido. No ha ido mal. Casi llevo el negocio cerrado
en la cartera. Un hombre encantador, el subdirector, pero nada inocente y rio
estrechando la mano de K, intentando que también él riera. Pero a K le pareció
sospechoso que el fabricante no quisiera mostrarle los papeles y no encontró
nada divertida la insinuación del fabricante.
Señor gerente dijo el fabricante, le sienta mal este tiempo. Parece
deprimido.
Sí dijo K y se llevó una mano a la sien, dolores de cabeza,
preocupaciones familiares.
Ya lo conozco dijo el fabricante, que era un hombre siempre con
prisas y no podía escuchar tranquilamente a nadie, cada uno tiene que llevar
su cruz.
K había dado un paso involuntario hacia la puerta, como si quisiera
acompañar al fabricante, pero éste dijo:
Aún tengo algo que decirle al señor gerente. Temo importunarle
precisamente hoy con esto, pero ya he estado dos veces aquí y siempre lo he
olvidado. Si sigo aplazándolo, al final ya no tendrá ningún sentido. Y sería una
pena, porque es muy probable que mi información sea valiosa.
Antes de que K hubiese tenido tiempo para responder, el fabricante se le
acercó, le golpeó ligeramente con el dedo en el pecho y dijo voz baja:
Usted está procesado, ¿verdad?
K retrocedió y exclamó:
¿Se lo ha dicho el subdirector?
No, no dijo el fabricante, ¿de dónde podría saberlo el subdirector?
¿Y usted? dijo K recuperando algo el sosiego.
Yo me entero aquí y allá de alguna cosa relativa a los tribunales dijo
el fabricante, precisamente de eso quería hablarle.
¡Tanta gente está en contacto con los tribunales! dijo K con la cabeza
inclinada y llevó al fabricante hasta la mesa. Se sentaron como antes y el
fabricante continuó:
Por desgracia no es mucho lo que le puedo decir. Pero en estas cosas no
se debe despreciar nada por mínimo que sea. Por lo demás, siento cierta
inclinación a ayudarle, aunque mi ayuda sea tan modesta. Hasta ahora hemos
sido buenos compañeros de negocios, ¿verdad? K quiso disculparse por su
comportamiento en la entrevista de ese día, pero el fabricante no toleró
ninguna interrupción. Puso la cartera bajo el brazo para mostrar que tenía prisa
y dijo:
He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli. Es un pintor,
Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre verdadero. Viene
desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos cuadros por los que le
doy es casi un mendigo alguna limosna. Además, son cuadros bonitos,
paisajes y cosas parecidas. Estas compras ya nos habíamos acostumbrado
ambos a ellas se producían con cierta regularidad y sin perder el tiempo.
Pero durante un periodo sus visitas se hicieron tan frecuentes que le hice
alguna objeción, entonces conversamos, me interesé por cómo podía subsistir
sólo pintando y me enteré, para mi sorpresa, de que sus principales ingresos
procedían de los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales. Le
pregunté para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa
justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde ese día
cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente al tribunal y
así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin embargo, bastante hablador y
a veces tengo que pararle los pies, y no sólo porque miente, sino también
porque un hombre de negocios como yo, abrumado de trabajo, tampoco puede
ocuparse en cosas ajenas. Pero esto sea dicho sólo de paso. He pensado que
Titorelli, tal vez, podría serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y
aunque no tenga mucha influencia, al menos podría darle algún consejo sobre
cómo se puede encontrar a gente influyente. Y aunque estos consejos,
considerados en sí mismos, no sean decisivos, creo que, en su posesión,
pueden adquirir alguna importancia. Usted es casi un abogado. Yo suelo decir
siempre: el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto por
su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación hará todo lo
que sea posible. Creo que debería visitarlo. No tiene que ser hoy, en alguna
ocasión. Por supuesto, tengo que añadir, no está usted obligado por mi consejo
a visitarle. No, si cree que puede prescindir de Titorelli, es mejor dejarlo de
lado. Tal vez ya tenga un plan y Titorelli pueda estropearlo. No, entonces no
vaya. También cuesta algo de superación aceptar consejos de un tipo así.
Como usted quiera. Aquí tiene mi carta de recomendación y aquí la dirección.
K tomó decepcionado la carta y se la guardó en el bolsillo. En el caso más
favorable, la ventaja que podría obtener de la recomendación sería mucho
menor que los daños ocasionados por el hecho de que el fabricante se hubiera
enterado del proceso y de que el pintor siguiera extendiendo la noticia. Apenas
se sentía capaz de agradecerle el consejo al fabricante, que ya se dirigía a la
puerta.
Iré dijo él, al despedirse del fabricante en la puerta, o, como estoy
muy ocupado, le escribiré para que venga a mi despacho.
Ya sabía dijo el fabricante que encontraría la mejor solución. No
obstante, pensé que evitaría invitar al banco a tipos como este Titorelli para
hablar del proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner cartas en manos de
esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha pensado muy bien y sabe lo
que tiene que hacer.
K asintió y acompañó al fabricante hasta el antedespacho. Pero a pesar de
su tranquilidad aparente, estaba horrorizado. Que escribiría a Titorelli sólo lo
había dicho para mostrar de alguna manera al fabricante que apreciaba su
recomendación y que reflexionaría sobre las posibilidades de entrevistarse con
él, pero si realmente hubiese considerado valiosa su ayuda no hubiera dudado
en escribirle. No obstante, había reconocido los peligros que encerraba hacerlo
gracias a la mención del fabricante. ¿Podía confiar tan poco en su inteligencia?
Si era posible que invitara con una carta explícita a un hombre de dudosa
reputación para visitarle en el banco, y allí, sólo separados por una puerta del
despacho del subdirector, pedirle consejos acerca de su proceso, ¿no sería
posible, incluso muy probable, que hubiera ignorado otros peligros o se
estuviera metiendo de cabeza en ellos? No siempre iba a estar alguien a su
lado para advertirle. Y precisamente ahora, cuando tenía que hacer acopio de
todas sus fuerzas, tenían que asaltarle esas dudas sobre su capacidad para
prestar atención. ¿Comenzarían a producirse en el proceso las mismas
dificultades que ya tenía en la realización de su trabajo? No podía comprender
cómo había sido capaz de pensar en escribir a Titorelli e invitarle a venir al
banco para hablar del proceso.
Aún sacudía la cabeza ante semejante disparate, cuando el empleado se
acercó hasta él y le indicó a tres señores que esperaban sentados en el
antedespacho. Ya esperaban desde hacía mucho tiempo. Ahora, aprovechando
la ocasión, se levantaron para intentar hablar con K. Como recibían un
tratamiento tan desconsiderado por parte del banco, tampoco ellos quisieron
tener ninguna consideración.
Señor gerente dijo uno de los que esperaban. Pero K le había pedido
al empleado que le trajera el abrigo. Mientras le ayudaba a ponérselo, dijo a
las tres personas presentes:
Discúlpenme, señores, por desgracia no tengo tiempo de recibirles. Les
pido perdón, pero tengo que terminar un negocio urgente y debo salir de
inmediato. Ya han visto todo el tiempo que me han tenido ocupado. ¿Serían
tan amables de venir mañana o cuando puedan? ¿O quizá prefieren que
tratemos el asunto por teléfono? Tal vez prefieran informarme ahora
brevemente y yo les daré una respuesta detallada por escrito. Lo mejor sería,
sin embargo, que vinieran otro día.
Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían esperado
inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron mutuamente sin
decir palabra.
Entonces, ¿estamos de acuerdo? preguntó K, y se volvió hacia el
empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del despacho de
K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello del abrigo y se
abrochó el último botón.
En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo cómo
K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:
¿Se va ya, señor gerente?
Sí dijo K enderezándose. Tengo que terminar un negocio.
Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.
¿Y los señores? preguntó. Ya esperan desde hace tiempo.
Ya nos hemos puesto de acuerdo dijo K. Pero los señores ya no se
callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas horas si sus
asuntos no fueran importantes y no fuera necesario tratarlos confidencial y
detalladamente. El subdirector les prestó atención, contempló a K, que
sostenía el sombrero en la mano y le quitaba el polvo, y dijo:
Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra,
asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos, naturalmente,
deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios y sabemos valorar
en su justa medida el tiempo de los hombres de negocios. ¿Quieren entrar a
este despacho? y abrió la puerta que conducía a su antedespacho.
¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que K se
veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que era
necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas esperanzas a
un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño irreparable. Habría sido
mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a los dos señores que aún esperaban.
K lo habría intentado si en ese instante no hubiese visto al subdirector en su
despacho, buscando en los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo.
Cuando K, irritado por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector
exclamó:
Ah, aún no se ha ido y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían ser
huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a buscar.
Busco la copia de un contrato dijo, que, según el representante de la
empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a buscar?
K dio un paso, pero el subdirector dijo:
Gracias, ya lo he encontrado y regresó a su despacho con un paquete
de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.
«Ahora no le puedo hacer sombra se dijo K, pero cuando logre
arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y además
con amargura».
Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía
abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se presentaba la
ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego abandonó el banco casi
feliz de poder dedicarse con exclusividad a su asunto.
Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales, precisamente
en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado en el que había
estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran más oscuras, las calles
estaban llenas de suciedad, que se acumulaba alrededor de la nieve. En la casa
en que vivía el pintor sólo estaba abierta una hoja de la puerta, en la otra
habían abierto un agujero, a través del cual, cuando K se aproximó, fluía una
repugnante sustancia amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose
en un canal cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que
lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor reinante,
procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte opuesta. La puerta
del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban una pieza y la golpeaban con
martillos. Una gran plancha de hojalata colgaba de la pared y arrojaba una luz
pálida que penetraba entre dos de los empleados e iluminaba los rostros y los
mandiles. K sólo dedicó una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo
más pronto posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en
seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en su
trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento, le faltaba la
respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran excesivamente altos y el
pintor debía de vivir en el ático. El aire también era muy opresivo, no había
hueco en la escalera, sino que ésta, muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados
por muros, en los que sólo de vez en cuando había una pequeña ventana.
Precisamente en el momento en el que K se detuvo para descansar, salieron
varias niñas de una vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió
lentamente, alcanzó a una de las niñas que había tropezado y se había quedado
rezagada y le preguntó, mientras las demás seguían subiendo:
¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?
La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo y le
miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían impedido que se
corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a K miradas
provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y preguntó:
¿Conoces al pintor Titorelli?
Ella asintió y preguntó a su vez:
¿Qué quiere usted de él?
A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.
Quiero que me haga un retrato dijo él.
¿Un retrato? preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó
ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente o
desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido que pudo
detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo conforme subían. K
volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente rellano. Aparentemente
habían sido informadas por la jorobada y le esperaban. Estaban colocadas a
ambos lados de la escalera y se apretaron contra la pared para que K pudiera
pasar cómodamente entre ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus
rostros, así como su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y
perdición. Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás de K
y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K tenía que
agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto. Quería seguir
subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a la vivienda de Titorelli.
La escalera que tuvo que tomar era aún más estrecha, muy larga, sin giros y
finalizaba directamente ante la puerta cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista
de una pequeña claraboya y, por esta causa, mejor iluminada que la escalera,
estaba hecha de tablas ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado
con un pincel grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K,
acompañado de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió,
probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un hombre
en pijama.
¡Oh! gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y
desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas empujaron
a K para que subiese con mayor rapidez.
Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo invitó a
entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin embargo, las rechazó.
No las quiso dejar pasar por más que se lo suplicaron. Sólo la jorobada logró
deslizarse hasta el interior pasando por dejo de su brazo, pero el pintor la
persiguió, la cogió por la falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la
puerta con las otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se
habían atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si
todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al pintor
algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rio el pintor.
Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos. Luego el
pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le estrechó la imano y
dijo:
Pintor Titorelli.
K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y dijo:
Parece que le quieren mucho en la casa.
¡Ah, esas pordioseras! dijo el pintor, que intentó en vano abrocharse
el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y llevaba puestos
unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que estaban ajustados a la
cintura con un cordel, cuyos largos cabos se balanceaban de un lado a otro.
Esas pordioseras son una verdadera carga continuó, dejó de intentar
abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una silla para
K y casi le obligó a sentarse.
Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que usted
ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo entran si se lo
permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se han hecho una llave de
la cerradura y se la prestan unas a otras. No se puede imaginar lo pesadas que
son. Una vez vine con una dama para pintarla, abrí la puerta con mi llave y
encontré a la jorobada pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus
hermanas pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación
ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer, tarde
por la noche le suplico que, en consideración a ello, perdone mi estado y el
desorden de la habitación, quiero irme a la cama y de repente noto un
pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y saco a una de esas pordioseras.
No entiendo por qué la han tomado conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo
ha visto usted. Naturalmente que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto
gratuitamente a mi disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.
Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita
suave y temerosa:
Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.
¿Yo tampoco? preguntó otra de las niñas.
Tampoco dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.
K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás
podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre de
estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho. Todo, suelo,
paredes y techo, era de madera, entre las tablas había resquicios. Frente a K
estaba situada la cama, cubierta con mantas de distinto color. En medio de la
habitación, sobre un caballete, había un cuadro cubierto con una camisa, cuyas
mangas llegaban hasta el suelo. Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla
no permitía ver más que la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.
El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto
posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio al pintor y
dijo:
Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a
visitarle.
El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el
fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como un
pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer que
Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por añadidura, el
pintor preguntó:
¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?
K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el fabricante en
la carta? K había considerado evidente que el fabricante informaría al pintor
en la carta de que K sólo tenía interés en preguntar acerca de su proceso. ¿Se
había precipitado al venir de un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora
tenía que responder al pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:
¿Está trabajando en un cuadro?
Sí dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en
la cama, sobre la carta. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está
terminado.
La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según
todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy
similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un
hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las
mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que
éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo
demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el
momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los
brazos del sitial.
«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se
aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No pudo
aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al
pintor sobre su significado.
Tengo que trabajar más en ella respondió el pintor, cogió un lápiz para
pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que
apareciese más precisa para K.
Es la justicia dijo finalmente el pintor.
Ahora la reconozco dijo K. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero
posee alas en los talones y está en movimiento.
Sí dijo el pintor, pero la tengo que pintar así por encargo, en
realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.
No es una buena combinación dijo K sonriendo. La justicia debería
estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia
justa.
Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente dijo el pintor.
Sí, claro dijo K, que no había querido molestar al pintor con su
indicación. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.
No dijo el pintor, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es pura
invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.
¿Cómo? preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que
decía el pintor. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.
Sí dijo el pintor, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha
sentado en un sitial así.
¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el
presidente de un tribunal supremo.
Sí, los señores son vanidosos dijo el pintor. Pero tienen permiso de
sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le prescribe con
exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia, en el cuadro no se
pueden apreciar los detalles del traje y del sitial, la pintura al pastel no es
adecuada para este tipo de retratos.
Sí dijo K, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.
Así lo ha querido el juez dijo el pintor, es para una dama.
La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar en
el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices K observó
cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo alrededor de la cabeza
del juez una sombra rojiza que, adoptando una forma estrellada, llegaba hasta
los bordes del cuadro. Paulatinamente, juego de sombras que rodeaba la
cabeza se convirtió en una suerte de adorno honorífico. La figura que
representaba a la justicia quedó de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía
resaltar, pero apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la
de la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió atraído por
el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al final, sin embargo, se
hizo reproches por haber permanecido allí tanto tiempo y no haber
emprendido nada en lo referente a su asunto.
¿Cómo se llama ese juez? preguntó de repente.
No se lo puedo decir respondió el pintor. Se había inclinado hacia el
cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo, había
recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de humor y se
enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.
¿Es usted un hombre de confianza del tribunal? preguntó.
El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró a K
sonriente.
Bueno, vayamos al grano dijo él. Usted quiere saber algo del tribunal,
como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado a hablar sobre
mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal, usted no puede saber que
para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por favor! dijo en actitud defensiva,
cuando K quiso objetar algo, y continuó:
Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de
confianza del tribunal.
Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a las
circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta. Era probable
que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de la cerradura, aunque
también era probable que pudieran ver a través de los resquicios. K decidió no
disculparse, pues no quería que el pintor cambiase de tema, pero tampoco
quería que el pintor se ufanase y se creyera inalcanzable, así que preguntó:
¿Es un puesto reconocido oficialmente?
No dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese
continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:
Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más
influyentes que los otros.
Ése es mi caso dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada. Ayer
hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no quería ayudarle,
yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y ahora estoy encantado de
poder recibirle tan pronto. Parece que el asunto le afecta bastante y no me
extraña. ¿No desea quitarse antes el abrigo?
Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado
la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba opresivo, con
frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una estufa de hierro,
situada en una esquina, y que con toda seguridad estaba apagada. El bochorno
en la habitación era inexplicable. Mientras se quitaba el abrigo y se
desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo con un tono de disculpa:
Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable,
¿verdad? La habitación está muy bien situada.
K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire, tan
enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que hacía mucho
tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación desagradable se
intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en la cama, mientras él se
sentaba en la única silla de la habitación, frente al caballete. Además, el pintor
interpretó mal por qué K quería permanecer al borde de la cama, ya que le
pidió que se pusiera cómodo y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso
en medio de la cama con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y
le hizo la primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:
¿Es usted inocente? preguntó.
Sí dijo K. La respuesta a esta pregunta le causó alegría,
especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin asumir
responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había preguntado de un
modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría, añadió:
Soy completamente inocente.
Bien dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De repente
subió la cabeza y dijo:
Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.
La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal
hablaba como un niño ignorante.
Mi inocencia no simplifica el caso dijo K, que, a pesar de todo, tuvo
que reír, sacudiendo lentamente la cabeza. Todo depende de muchos
detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin embargo, descubre un
comportamiento culpable donde originariamente no había nada.
Sí, cierto, cierto dijo el pintor, como si K estorbase innecesariamente
el curso de sus pensamientos. Pero usted es inocente.
Bueno, sí dijo K
Eso es lo principal dijo el pintor.
No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar de su
resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por indiferencia. K
quiso comprobarlo, así que dijo:
Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más
que lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy
distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que el
tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del acusado y
que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.
¿Difícil? preguntó el pintor, y elevó una mano. Nunca se le puede
disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado del otro, y
usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante un tribunal real.
Sí dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un
poco al pintor.
Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:
Titorelli, ¿se irá pronto?
¡Callaos! gritó el pintor hacia la puerta, ¿acaso no veis que estoy
hablando con este señor?
Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que preguntó:
¿Le vas a pintar?
Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:
Por favor, no pintes a un hombre tan feo.
A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles
aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió un
resquicio se podían ver las manos extendidas de las niñas en actitud de súplica,
y dijo:
Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en el
escalón, y comportaos bien.
No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles
órdenes.
¡Aquí, en el escalón!
Sólo entonces se callaron.
Disculpe dijo el pintor cuando regresó.
K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción si
quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se acercó hasta
él y se inclinó para decirle algo al oído:
También las niñas pertenecen al tribunal.
¿Cómo? preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin
embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:
Todo pertenece al tribunal.
No lo había notado dijo K brevemente.
La indicación general del pintor al señalar a las niñas quitaba a la
información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un rato la
puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y sentadas en el
escalón. Una de ellas había introducido una pajita por una de las ranuras entre
las tablas y la metía y sacaba lentamente.
Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal dijo el
pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las puntas de los
pies. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré del problema.
¿Y cómo pretende conseguirlo? preguntó K. Hace poco usted me
ha dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.
Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él dijo el
pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil
diferencia. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta a espaldas
del tribunal oficial, es decir en los despachos de los asesores, en los pasillos o,
por ejemplo, aquí, en mi estudio.
Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado, todo
lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras personas. Incluso
parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se dejaban influir tan
fácilmente por sus relaciones personales, como el abogado había manifestado,
entonces las relaciones del pintor con los vanidosos jueces eran muy
importantes y de ninguna manera se podían menospreciar. En ese caso el
pintor se adaptaba perfectamente al círculo de ayudantes que K
paulatinamente iba reuniendo a su alrededor. Una vez habían elogiado en el
banco su talento organizador, aquí, en una situación en la que dependía
exclusivamente de sí mismo, había una buena oportunidad para ponerlo a
prueba. El pintor observó el efecto que su aclaración había ejercido en K y
dijo, no sin cierto temor:
¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el trato
ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha influido. Por
supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso artístico se pierde
en parte.
¿Cómo entró en contacto con los jueces? preguntó K. Quería ganarse
primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.
Muy fácil dijo el pintor, he heredado mi posición. Ya mi padre fue
pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas personas que
ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de funcionarios se han
promulgado tantas reglas secretas y, además, tan complejas, que no se pueden
dominar fuera de determinadas familias. Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo
los apuntes de mi padre, que no enseño a nadie. Sólo el que los conoce está
capacitado para pintar a los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo
en la memoria tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi
puesto. Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el
pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.
Eso es digno de envidia dijo K, que pensó en su puesto en el banco.
Su posición, por consiguiente, es inalterable.
Sí, inalterable dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo. Por
eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre hombre
que tiene un proceso.
Y, ¿cómo lo hace? preguntó K, como si no fuera él a quien el pintor
había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó interrumpir,
sino que dijo:
En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente,
emprenderé lo siguiente.
A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su inocencia.
Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía depender su ayuda de un
resultado positivo del proceso, en cuyo caso la ayuda carecería de cualquier
valor. A pesar de esta duda, K se dominó y no interrumpió al pintor. No quería
renunciar a su ayuda, estaba decidido, además le parecía que esa ayuda no era
más cuestionable que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más
inofensiva y sincera que esta última.
El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:
He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere.
Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente y la prórroga
indefinida. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo
ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí decide, con toda
probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es inocente, podría confiar
en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni mi ayuda ni la de cualquier otro.
Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo
también en voz baja, como había hablado el pintor:
Creo que se contradice.
¿Por qué? preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó
sonriente.
Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir
contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo procedimiento
judicial. No obstante, continuó:
Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de
argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al tribunal
oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita ayuda alguna ante el
tribunal. Ahí se produce una contradicción. Además, antes ha dicho que se
puede influir personalmente en los jueces, pero ahora pone en duda que se
pueda llegar a la absolución real, como usted la llama, mediante una influencia
personal. Ahí se incurre en una segunda contradicción.
Esas contradicciones son fáciles de aclarar dijo el pintor. Aquí está
hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y de lo que yo he
experimentado personalmente; no debe confundir ambas cosas. En la ley,
aunque yo no lo he leído, se establece por una parte que el inocente tiene que
ser absuelto, pero por otra parte no se establece que los jueces puedan ser
influidos. No obstante, yo he experimentado lo contrario. No he sabido de
ninguna absolución real, pero he conocido muchas influencias. Es posible que
en los casos que he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es
acaso improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el acusado
haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre cuando contaba
algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre procesos cuando le
visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se hablaba de otra cosa, siempre
que tuve la oportunidad de ir a los juicios, siempre la aproveché, he
presenciado innumerables procesos y he seguido sus distintas fases, tanto
como era posible y, lo debo reconocer, no he conocido ninguna absolución
real.
Así pues, ninguna absolución dijo K como si hablase consigo mismo
y con sus esperanzas. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal.
Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir a todo
el tribunal.
No debe generalizar dijo el pintor insatisfecho, sólo he hablado de
mis experiencias.
Eso basta dijo K, ¿o acaso ha oído de absoluciones en otros
tiempos?
Ha debido de haber ese tipo de absoluciones respondió el pintor.
Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del tribunal no se hacen
públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por eso sólo se han
conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos. Estas leyendas, en su
mayoría, contienen absoluciones reales, se puede creer en ellas, pero no se
pueden demostrar. No obstante, no se deben descuidar, contienen una cierta
verdad, y son muy bellas, yo mismo he pintado varios cuadros que tienen
como tema esas leyendas.
Simples leyendas no pueden hacerme cambiar de opinión dijo K,
¿acaso se pueden invocar esas leyendas en juicio?
El pintor rio.
No, no se puede dijo.
Entonces es inútil hablar de ellas dijo K. Quería aceptar
provisionalmente todas las opiniones del pintor, aun en el caso de
considerarlas improbables o que contradijeran otros informes. Ahora no
disponía del tiempo preciso para analizar todo lo que el pintor había dicho y
constatarlo o refutarlo de acuerdo con la verdad. Se daría por satisfecho si
lograse que el pintor le ayudase incluso de una manera no decisiva. Así que
dijo:
Dejemos entonces la absolución real. Usted mencionó otras dos
posibilidades.
La absolución aparente y la prórroga indefinida. Sólo hay estas dos
posibilidades dijo el pintor. Pero, ¿no quiere quitarse la chaqueta antes de
que continuemos? Parece que tiene calor.
Sí dijo K, que hasta ese momento sólo había prestado atención a las
explicaciones del pintor, pero que ahora, al recordársele el calor, sintió cómo
el sudor bañaba su frente. El calor es casi insoportable.
El pintor asintió como si entendiese perfectamente el malestar de K.
¿No se puede abrir la ventana? preguntó K.
No dijo el pintor. No es más que un vidrio fijo, no se puede abrir.
Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la
esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la ventana.
Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo pulmón. La sensación
de estar allí encerrado le produjo un mareo. Golpeó ligeramente la cama con la
mano y dijo con voz débil:
Es un ambiente opresivo e insano.
¡Oh, no! dijo el pintor en defensa de su ventana. Precisamente
porque no se puede abrir mantiene mejor el calor que una ventana doble. Si
quiero airear, lo que no es muy necesario, pues penetra aire suficiente por los
resquicios de las tablas, puedo abrir una de las puertas o ambas.
K, consolado un poco por esa explicación, miró en torno para descubrir esa
segunda puerta. El pintor lo notó y dijo:
Está detrás de usted. La tuve que tapar con la cama.
Ahora vio K la pequeña puerta en la pared.
Esto es muy pequeño para ser un estudio dijo el pintor, como si
quisiera salir al paso de una crítica de K. Tuve que instalarme como pude.
La cama, justo delante de la puerta, está, naturalmente, en un mal lugar. El
juez al que estoy retratando, por ejemplo, entra siempre por la puerta de la
cama y le he dado una llave para que cuando no esté yo en casa pueda
esperarme. Pero suele venir por la mañana temprano, cuando aún duermo.
Naturalmente me despierta siempre del sueño más profundo cuando abre la
puerta. Le perdería el respeto a todos los jueces si oyera las maldiciones con
las que le recibo cuando se sube a mi rama tan temprano. Le podría quitar la
llave, pero con eso sólo conseguiría enojarle. Todas las puertas de esta casa se
podrían sacar de sus quicios sin hacer muchos esfuerzos.
Mientras hablaba el pintor, K pensaba si se debía quitar la chaqueta,
finalmente reconoció que si no lo hacía sería incapaz de permanecer allí por
más tiempo, así que se la quitó y la puso sobre sus rodillas para podérsela
poner en cuanto terminara la conversación. Apenas se había quitado la
chaqueta, una de las niñas gritó:
¡Ya se ha quitado la chaqueta! y se oyó cómo todas se apresuraban a
mirar por las rendijas para contemplar el espectáculo.
Las niñas dijo el pintor creen que le voy a pintar y que por eso se
desnuda.
¡Ah, ya! dijo K poco animado, pues no se sentía mucho mejor que
antes aunque estuviera sentado en mangas de camisa. Casi de mal humor
preguntó:
¿Cómo denominó las otras dos posibilidades?
Ya había olvidado las expresiones que el pintor había empleado.
La absolución aparente y la prórroga indefinida dijo el pintor.
Usted elige. Ambas se pueden lograr con mi ayuda, naturalmente no sin
esfuerzo, la diferencia en este sentido radica en que la absolución aparente
requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras que la prórroga, uno
más débil, pero continuado. Bien, comencemos por la absolución aparente. Si
eligiese ésta, escribiré en un papel una confirmación de su inocencia. El texto
para una confirmación así lo he heredado de mi padre y resulta irrefutable.
Con esa confirmación hago una ronda con los jueces que conozco. Por
ejemplo, comienzo hoy por la noche con el juez al que estoy pintando, cuando
venga a la sesión. Le presento la confirmación, le aclaro que usted es inocente
y me hago garante de su inocencia. Pero no se trata de una garantía superficial
o ficticia, sino real y vinculante.
En la mirada del pintor había un aire de reproche por el hecho de que K le
cargase con esa responsabilidad.
Sería muy amable de su parte dijo K. ¿Y el juez, en el caso de que
le creyera, tampoco me absolvería realmente?
Como ya le dije respondió el pintor. Pero tampoco es seguro que
todos me crean, algún juez reclamará, por ejemplo, que le conduzca hasta él.
Entonces no le quedará otro remedio que venir. En un supuesto así, se puede
decir que la causa está casi ganada, especialmente porque antes le informaré
de cómo tiene que comportarse ante el juez. Peor resulta con aquellos jueces
que no me atienden desde el principio, esto también puede ocurrir. Nos
veremos obligados a renunciar a ellos, aunque no falten algunos intentos, pero
podemos permitirnos ese lujo, que unos cuantos jueces aislados no son
decisivos. Si consigo un número suficiente de firmas de jueces en esta
confirmación de inocencia, entonces voy a ver al juez que lleva su caso. Es
posible que tenga ya su firma, en ese supuesto, todo va un poco más rápido.
En general ya no hay muchos más impedimentos, ha llegado el momento para
que el acusado tenga una gran confianza. Es extraño, pero cierto, la gente se
encuentra en esa fase más confiada que después de la absolución. Ya no
necesario esforzarse más. El juez posee en la confirmación de inocencia la
garantía de un número de jueces y puede absolver sin preocuparse. Así lo hará,
sin duda, para hacerme un favor a mí y a otros conocidos, después de realizar
algunas formalidades. Usted sale del ámbito tribunal y es libre.
Entonces soy libre dijo K indeciso.
Sí dijo el pintor, pero sólo libre en apariencia o, mejor dicho, libre
provisionalmente. La judicatura inferior, a la que pertenecen mis conocidos,
no posee el derecho a otorgar una absolución definitiva, este derecho sólo lo
posee el tribunal supremo, inalcanzable para usted, para mí y para todos
nosotros. No sabemos lo que allí pasa y, dicho sea de paso, tampoco lo
queremos saber. Nuestros jueces carecen del gran derecho a liberar de la
acusación, pero entre sus competencias está la de poder desprenderle de ella.
Eso quiere decir que si obtiene este tipo de absolución, queda liberado
momentáneamente de la acusación, pero pende aún sobre usted y puede
suceder, si llega la orden desde arriba, que entre en vigor de inmediato. Como
tengo tan buenos contactos con el tribunal, puedo decirle también cómo se
refleja exteriormente en los reglamentos de la Administración de Justicia la
diferencia entre una absolución real y otra aparente. En caso de una absolución
real, se deben reunir todas las actas procesales, desaparecen por completo del
procedimiento, todo se destruye, no sólo la acusación, sino también todos los
escritos procesales, incluida la absolución. En la absolución aparente ocurre de
un modo algo diferente. No se produce ninguna modificación más de las actas,
a ellas se añaden la confirmación de inocencia, la absolución y el fundamento
de la absolución. Por lo demás, las actas continúan en el proceso, se trasladan,
como exige el continuo trámite administrativo, a los tribunales supremos,
vuelve a los inferiores, y oscila entre unos y otros con mayor o menor fluidez
Esos caminos son impredecibles. Considerado desde el exterior, se podría
llegar a la conclusión de que todo se ha olvidado hace tiempo, que las actas se
han perdido y que la absolución es completa. Un especialista no lo creerá
jamás. No se pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día nadie lo espera
, un juez cualquiera toma el acta, le presta poco de atención, comprueba que
la acusación aún está en vigor y ordena la detención inmediata. He dado a
entender que entre la absolución aparente y la nueva detención transcurre un
largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos casos, pero también es
posible que el absuelto llegue a su casa de los tribunales y ya allí le esperen
unos emisarios para detenerle de nuevo. Entonces, por supuesto, se ha
terminado la vida en libertad.
¿Y el proceso comienza otra vez? preguntó K incrédulo.
Así es dijo el pintor, el proceso comienza de nuevo, y también
existe la posibilidad, como al principio, de obtener una absolución aparente.
Hay que concentrar otra vez todas las fuerzas y no rendirse.
Lo último lo dijo el pintor probablemente guiado por la impresión de que
el ánimo de K se había hundido.
Pero, ¿no resulta más difícil obtener la segunda absolución que la
primera? preguntó K, como si quisiera anticiparse a alguna de las
revelaciones del pintor.
No se puede decir nada seguro al respecto dijo el pintor. ¿Quiere
decir si el juez se puede ver influido desfavorablemente en su sentencia por la
primera detención? No, ése no es el caso. Los jueces ya han previsto la
detención en el momento de dictar la absolución. Esa circunstancia apenas
tiene efecto. Pero otros muchos motivos pueden influir ahora en el humor del
juez y en su enjuiciamiento jurídico del caso, y los esfuerzos se tendrán que
adaptar a las nuevas circunstancias, siendo necesario, por supuesto, actuar con
la misma fuerza y decisión que antes de la primera absolución.
Pero esa segunda absolución tampoco es definitiva dijo K, y giró la
cabeza con actitud de rechazo.
Por supuesto que no dijo el pintor, a la segunda absolución sigue la
tercera detención; a la tercera absolución, la cuarta detención, Esto está
implícito en el mismo concepto de absolución aparente.
K permaneció en silencio.
La absolución aparente no le resulta muy ventajosa, ¿verdad? dijo el
pintor. Tal vez prefiera la prórroga indefinida. ¿Desea que le are en qué
consiste la prórroga indefinida?
K asintió con la cabeza.
El pintor se había reclinado cómodamente en la silla, su camisa del pijama
estaba abierta y se rascaba el pecho con la mano.
La prórroga dijo el pintor, y miró un momento ante sí como si buscara
las palabras adecuadas, la prórroga consiste en que el proceso se mantiene
de un modo duradero en una fase preliminar. Para lograrlo es necesario que el
acusado y el ayudante, sobre todo el ayudante, permanezca continuamente en
contacto personal con el tribunal. Repito, aquí no es necesario gastar tantas
energías como para lograr una absolución aparente y, sin embargo, sí es
necesario prestar una mayor atención. No se puede perder de vista el proceso,
hay que ir a ver al juez competente en periodos de tiempo regulares y, además,
en ocasiones especiales, y hay que intentar mantenerlo contento. Si no se
conoce personalmente al juez, se puede intentar influir en él a través de otros
jueces, sin por ello renunciar a las entrevistas personales. Si no se descuida
nada a este respecto, se puede decir con bastante certeza que el proceso no
pasará de su primera fase. El proceso, sin embargo, no se detiene, pero el
acusado queda casi tan a salvo de una condena como si estuviera libre. Frente
a la absolución aparente, la prórroga indefinida tiene la ventaja de que el
futuro del acusado es menos incierto, evita los sustos de las detenciones
repentinas y no tiene que temer, precisamente en aquellos periodos en que sus
circunstancias son inapropiadas, los esfuerzos y las irritaciones que cuestan el
logro de la absolución aparente. No obstante, la prórroga también posee ciertas
desventajas para el acusado que no se deben subestimar. Y no pienso en que
aquí el acusado nunca es libre, pues tampoco lo es, en un sentido estricto, en la
absolución aparente. Se trata de otra desventaja. El proceso no se puede
detener sin que, al menos, haya motivos aparentes para ello. Por lo tanto, y de
cara al exterior, tiene que suceder algo en el proceso. Así pues, de vez en
cuando se tomarán algunas disposiciones, se interrogará al acusado, se
realizarán algunas investigaciones, etc. El proceso debe girar dentro de los
estrechos límites a los que se le ha reducido artificialmente. Eso produce
algunas molestias al acusado, que, sin embargo tampoco debe imaginarse que
son tan malas. Todo es de cara al exterior; los interrogatorios, por ejemplo, son
muy cortos, cuando se tiene poco tiempo o, simplemente, no se tienen ganas
de comparecer, sé puede faltar presentando una disculpa, incluso con algunos
jueces se pueden fijar de antemano las fechas de determinadas formalidades,
se trata, en definitiva, ya que uno es un acusado, de presentarse ante el juez
competente de vez en cuando.
Ya durante las últimas palabras K se había colocado la chaqueta en el
brazo y se había levantado.
¡Se ha levantado! gritaron en seguida al otro lado de la puerta.
¿Ya se quiere ir? preguntó el pintor también levantándose. Seguro
que es el aire viciado por lo que se va. Me resulta muy desagradable. Me
quedaban más cosas por decirle, tenía que haber abreviado. Espero que me
haya comprendido.
¡Oh, sí! dijo K, al que le dolía la cabeza por el esfuerzo realizado para
escuchar. No obstante esta confirmación, el pintor se lo resumió otra vez,
como si quisiera que K se llevase consigo algún consuelo.
Ambos métodos tienen en común que impiden una condena del acusado.
Pero también impiden la absolución real dijo K en voz baja, como si
se avergonzase de haberlo descubierto.
Ha comprendido el meollo del asunto dijo el pintor con rapidez.
K puso la mano en el abrigo, pero no podía decidirse a ponérselo. Le
hubiera gustado recogerlo todo y salir a respirar el aire fresco. Tampoco las
niñas le motivaban a vestirse, por más que desde el principio se gritaran entre
ellas que se estaba vistiendo. El pintor intentó conocer el estado de ánimo de
K, así que dijo:
No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo. Lo mismo
le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y las
desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.
Le volveré a visitar pronto dijo K, que con decisión repentina puso la
chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró hacia la puerta.
Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.
Pero debe mantener su palabra dijo el pintor, que le había seguido, si
no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.
Abra la puerta dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en el
picaporte.
¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra puerta
y señaló la puerta situada detrás de la cama.
K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez de
abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:
¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?
K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había
prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre la
recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó que le
mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir del estudio. El
pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros sin enmarcar tan
llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el primero, K estuvo un
tiempo sin poder respirar ni ver bien.
Un paisaje de landa dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K.
Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de hierba
oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.
Muy bonito dijo K, lo compro.
K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso se
alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro del suelo.
Aquí tiene un contraste con el anterior dijo el pintor.
Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima
diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el fondo el
crepúsculo. Pero a K no le importaba.
Son paisajes muy bonitos dijo. Se los compro. Los colgaré en mi
despacho.
Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro
similar.
No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor
aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.
También lo compro dijo K. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?
Ya hablaremos de eso dijo el pintor. Ahora tiene prisa, pero vamos
a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado los
cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son paisajes de
landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen cierta aversión
porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los que usted se cuenta,
aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no tenía ganas de oír las
experiencias profesionales del pintor pedigüeño.
Empaquete los cuadros exclamó, interrumpiendo al pintor, mañana
vendrá mi ordenanza y los recogerá.
No es necesario dijo el pintor. Creo que podré conseguir que
alguien se los lleve ahora.
Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.
Súbase a la cama dijo el pintor, lo hacen todos los que entran.
K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese
dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero
entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el pie.
¿Qué es eso? preguntó al pintor.
¿De qué se asombra? preguntó éste, asombrado a su vez. Son
dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias judiciales?
Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por
qué habrían de faltar aquí? También mi estudio pertenece a las dependencias
del tribunal, éste es el que lo ha puesto a mi disposición.
K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias
judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con tribunal. Según
su opinión, una de las reglas fundamentales que debía regir la conducta de
todo acusado era la de estar siempre preparado, no dejarse sorprender, no
mirar desprevenido hacia la derecha, cuando el juez se encontraba a su
izquierda, y precisamente infringía esta regla continuamente. Ante él se
extendía un largo pasillo, por el que corría un aire fresco en comparación con
el del estudio. A ambos lados del pasillo había bancos, como en la sala de
espera de las oficinas judiciales competentes para el caso de K. Parecían
existir reglas concretas para la construcción de las dependencias. En ese
momento no había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi
tendido, había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con
las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una zona oscura.
K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros. Al poco tiempo
encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía a todos estos
empleados por el botón dorado que llevaban en sus gajes normales, junto a los
otros botones usuales. El pintor le encargó que acompañase a K con los
cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el pañuelo en la boca. Ya se
encontraban cerca de la salida, cuando las niñas irrumpieron frente a ellos, así
que K ni siquiera se pudo ahorrar esa situación. Habrían visto cómo abrían la
otra puerta y habían corrido para sorprenderlos.
Ya no puedo acompañarle más exclamó el pintor sonriendo y
resistiendo el embate de las niñas. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en decidirse!
K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que pasó.
Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba
continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara la
atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste lo echó abajo.
K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse los cuadros en el coche,
pero temió necesitarlos en algún momento para justificarse ante el pintor. Así
que pidió que los subieran a su despacho Y los guardó en el último cajón de su
mesa. Allí estarían a salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante
los primeros días.
El comerciante Block. K renuncia al abogado
Por fin se había decidido K a renunciar a la representación del abogado.
Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el
convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La
decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo
y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas
en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la
puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el
abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por
fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado
aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K,
salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y
las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese
paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado,
aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus
gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que
el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni
podría ser más rápida» pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se
inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o
cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la
puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la
mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero
siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior:
¡Es él! y abrió del todo.
K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de
la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó
hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el
grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se
quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta.
Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano.
¿Está empleado aquí? preguntó K.
No respondió el hombre, el abogado me defiende, estoy aquí por un
asunto judicial.
¿Sin chaqueta? preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano
su forma inapropiada de vestir.
¡Oh, disculpe! dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela,
como si advirtiese por primera vez su estado.
¿Leni es su amante? preguntó K brevemente. Había abierto algo las
piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda.
Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura
esmirriada.
¡Oh, Dios! dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva
, no, no, ¿cómo puede pensar eso?
Parece que dice la verdad dijo K sonriendo, no obstante, venga le
hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.
¿Cómo se llama? preguntó K mientras caminaban.
Block, soy el comerciante Block dijo, y al hacer su presentación se
volvió, pero K no dejó que se detuviera.
¿Es su apellido de verdad? preguntó K.
Claro fue la respuesta, ¿por qué?
Pensé que tenía razones para silenciar su apellido dijo K. Se sentía
libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición,
guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de
los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la
puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había
continuado:
¡No tan deprisa! Ilumine aquí.
K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al
comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K
detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes.
¿Le conoce? preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.
El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:
Es un juez.
¿Un juez supremo? preguntó K, y se puso al lado del comerciante
para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba
con admiración.
Es un juez supremo dijo.
Usted no tiene mucha capacidad de observación dijo K. Entre todos
los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
Ahora me acuerdo dijo el comerciante, y bajó la vela, yo también lo
he oído.
Naturalmente exclamó K, lo olvidé, claro que lo habrá oído.
Pero, ¿por qué?, ¿por qué? preguntó el comerciante, mientras se
dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:
¿Sabe dónde se ha escondido Leni?
¿Escondido? dijo el comerciante. No, pero puede estar en la cocina
preparando una sopa para el abogado.
¿Por qué no lo ha dicho en seguida? preguntó K.
Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha
llamado respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes
contradictorias.
Usted se cree muy astuto dijo K. ¡Lléveme entonces hasta ella! K
no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba
muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del
resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una
pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón se encontraba Leni con
un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al
fuego.
Buenas noches, Josef dijo mirándole de soslayo.
Buenas noches dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se
debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni
por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:
¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas
a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:
Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block.
Míralo.
Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había
asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el
pabilo con los dedos para evitar que humease.
Estabas en camisa dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló.
¿Es tu amante? preguntó K.
Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:
¡Responde!
Ella musitó:
Ven al despacho, te lo explicaré todo.
No dijo K, quiero que lo aclares aquí.
Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:
No quiero que me beses ahora.
Josef dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad
, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi dijo ahora volviéndose hacia el
comerciante, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí.
Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía
perfectamente la conversación.
No sé por qué tiene que estar celoso dijo sin saber qué responder.
Yo tampoco lo sé dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni
rio en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y
susurró:
Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi
protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y
tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te
anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo
que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso!
También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora
quítate el abrigo.
Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y
comprobó cómo iba la sopa.
¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa?
Anúnciame primero dijo K.
Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la
posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había
quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado
importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de
una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo
que regresara.
Llévale primero la sopa dijo, tiene que fortalecerse para nuestra
entrevista, lo va a necesitar.
¿Usted también es un cliente del abogado? dijo el comerciante en voz
baja desde su esquina sólo para confirmar.
¿Qué le importa a usted eso? dijo K.
Pero Leni intervino:
Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa dijo Leni a
K y sirvió la sopa en un plato. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se
duerme.
Lo que voy a decirle le mantendrá despierto dijo K.
Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería
que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a
cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe
cariñoso y musitó:
En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo
antes.
Ve dijo K, ve.
Sé más amable dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era
mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general
del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera
convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto
y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable.
Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante
pudiera decir algo al respecto.
K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
Permanezca sentado dijo K, y puso una silla a su lado. ¿Es un viejo
cliente del abogado? preguntó K.
Sí dijo el comerciante, desde hace muchos años.
¿Cuántos años hace que le representa? preguntó K.
No sé qué quiere decir dijo el comerciante, en asuntos jurídicos y
de negocios tengo un negocio de granos, me asesora desde que asumí el
negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted
probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más
de cinco años añadió, y sacó una cartera. Lo tengo apuntado aquí, si
quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi
proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi
mujer, y de eso ya hace más de cinco años.
K se acercó aún más a él.
Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos
ordinarios dijo K.
Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy
tranquilizadora.
Cierto dijo el comerciante, y susurró a K: Se dice incluso que es más
habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.
Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el
hombro de K y dijo:
Le suplico que no me traicione.
K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
No se preocupe, no soy ningún traidor.
Él es muy vengativo dijo el comerciante.
No hará nada contra un cliente tan fiel dijo K.
¡Oh, sí! dijo el comerciante, cuando se excita no conoce
diferencias. Además, no le soy tan fiel.
¿Por qué no? preguntó K.
¿Puedo confiarle algo? preguntó el comerciante indeciso.
Creo que puede dijo K.
Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto,
así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.
Es usted muy precavido dijo K, le diré un secreto que le
tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el
abogado?
Yo tengo
dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera
confesando algo deshonroso, además de él tengo otros abogados.
Eso no es tan malo dijo K un poco decepcionado.
Aquí sí dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después
de las palabras de K tuvo más confianza. No está permitido. Y lo que no se
tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros abogados intrusos junto al
abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho,
además de él tengo cinco abogados.
¡Cinco! exclamó K, el número le dejó asombrado. ¿Cinco abogados
además de éste?
El comerciante asintió:
Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.
Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? preguntó K.
Los necesito a todos dijo el comerciante.
¿Me lo puede explicar?
Encantado dijo el comerciante. Ante todo no quiero perder el
proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun
cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no
las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el
proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las
oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña
estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz. Este
repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también
a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su
proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.
Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? preguntó K.
Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.
Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco dijo el
comerciante. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado
agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar
allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y
esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las
oficinas.
¿Cómo sabe que he estado allí? preguntó K.
Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.
¡Qué casualidad! exclamó K, tan absorbido por la conversación que
había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante.
¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí
una vez.
No es tanta casualidad dijo el comerciante, estoy allí casi todos los
días.
Tendré que ir más dijo K, pero no seré recibido con tanto decoro
como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.
No dijo el comerciante, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros
ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez.
Así que ya lo sabía dijo K, entonces mi comportamiento le debió de
parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?
No dijo el comerciante. Todo lo contrario. No son más que
tonterías.
¿Que son tonterías? preguntó K.
¿Por qué pregunta eso? dijo el comerciante enojado. Parece no
conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta
que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya
no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se
cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de
esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado
del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los
labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será
condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de
los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es
difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar
esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le
pudo responder. Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así,
pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus
labios el signo de su propia condena.
¿En mis labios? preguntó K, sacó un espejo y se contempló. No
noto nada especial en mis labios, ¿y usted?
Yo tampoco dijo el comerciante. Nada en absoluto.
Qué supersticiosa es la gente exclamó K.
¿Acaso no lo dije? preguntó el comerciante.
¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? preguntó
K. Hasta ahora me he mantenido apartado.
Por regla general no conversan entre ellos dijo el comerciante, no
sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando
alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco
tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal.
Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues,
en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto.
Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha
ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando
con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen
ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas.
Yo vi a los señores en la sala de espera dijo K, y su espera me
pareció inútil.
Esperar no es inútil dijo el comerciante, inútil es actuar por sí
mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se
podría creer yo mismo lo creí al principio, que podría delegar en ellos
todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un
solo abogado. ¿No lo entiende?
No dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e
impedir que siguiese hablando con tanta rapidez, pero quisiera pedirle que
hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo
seguir muy bien.
Está bien que me lo recuerde dijo el comerciante, usted es nuevo,
un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He
oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre
todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo.
¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? preguntó K,
aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al
comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.
Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años dijo el
comerciante hundiendo la cabeza, no es un logro pequeño y se calló un
rato.
K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería
que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse
con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin
embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de
su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa.
Recuerdo muy bien comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó
toda su atención cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora.
En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con
él.
«Aquí me voy a enterar de todo» pensó K, y asintió insistentemente con
la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que
tuviera importancia.
Mi proceso continuó el comerciante no progresaba, se llevaban a
cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos
mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no
había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, presentó varios escritos
judiciales
¿Varios escritos judiciales?
Sí, cierto dijo el comerciante.
Eso es importante para mí dijo K, en mi causa aún trabaja en el
primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida
vergonzosamente.
Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples
causas justificadas dijo el comerciante. Por lo demás, en lo que respecta a
mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno
de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido
alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables
apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios,
que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir
fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado,
humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de
jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber
sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo
del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos,
aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño
progreso en mi causa.
¿Qué progreso quería usted ver? preguntó K.
Sus preguntas son muy razonables dijo el comerciante sonriendo,
raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo
sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería
ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar
el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con
el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía.
Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde
pudieran encontrarme, eso era una molestia hoy, con el teléfono, es mucho
mejor, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre
amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por
todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en
un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me
quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en
mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de
la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y
nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni
puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro
abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la
vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a
continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero
tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído
algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá
presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero
cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle.
Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso,
cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este
caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin
embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y
a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al
que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.
¿Los grandes abogados? preguntó K. ¿Quiénes son? ¿Cómo se
puede establecer contacto con ellos?
Así que usted aún no ha oído hablar de ellos dijo el comerciante.
Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe
largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes
son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco
ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido.
Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad,
sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que
aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás,
es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los
otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo
completamente inútil, yo lo he experimentado, a uno le entran ganas de
arrojarlo todo por la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber
nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en
cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados? preguntó K.
No por mucho tiempo dijo el comerciante, y sonrió otra vez, por
supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es especialmente
favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo
pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a los abogados intrusos.
Qué bien estáis sentados los dos juntos exclamó Leni, que había
regresado con el plato de sopa.
Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo
movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que
además de su pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se
inclinara para poder oír lo que decía.
Un momento todavía gritó K, rechazando a Leni y agitando
impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante.
Quería que le contase mi proceso dijo el comerciante a Leni.
Sigue, sigue contando dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño,
pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de
reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que sabía
comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a Leni enojado
cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había sostenido en alto todo
ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se arrodilló a su lado para
raspar algo de cera que le había caído en el pantalón.
Quería hablarme de los abogados intrusos dijo K y, sin más
comentarios, dio una palmada en la mano de Leni.
¿Qué quieres? preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su
trabajo.
Sí, de los abogados intrusos dijo el comerciante y se pasó la mano
sobre la frente, como si reflexionara.
K quiso ayudarle y dijo:
Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados intrusos.
Ah, sí, cierto dijo el comerciante, pero no continuó hablando
«Es posible que no quiera hablar delante de Leni» pensó K. Dominó su
impaciencia por oír el resto y no le presionó más.
¿Me has anunciado? preguntó a Leni.
Naturalmente dijo ella, te está esperando. Deja a Block, con él
puedes hablar más tarde, se quedará aquí.
K aún dudaba.
¿Quiere quedarse aquí? preguntó al comerciante. Quería oír su propia
respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si estuviera
ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero otra vez
fue Leni la que respondió:
Duerme aquí con frecuencia.
¿Duerme aquí? preguntó al comerciante. K había creído que esperaría
allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el
abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias.
Sí dijo Leni, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver al
abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el abogado te
reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que
hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo,
lo hacemos encantados. No quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo
necesito, salvo el de que me quieras.
«¿Que te quiera?» pensó K en el primer momento, luego le pasó por la
cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas
palabras:
Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de extraños,
debería estar mendigando a casa paso.
¿Qué mal está hoy, verdad? preguntó Leni al comerciante.
«Ahora soy yo el ausente» pensó K, y casi se enoja con el comerciante
al asumir éste la descortesía de Leni y decir:
El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más
interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no
ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de él. Más tarde será
diferente.
Sí, sí dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo. ¡Cómo
bromea! No le creas nada dijo Leni volviéndose a K. Es tan cariñoso
como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede soportar.
Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado mucho por
cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio a Block y le recibe
tres días después. Si cuando lo llama no está preparado para entrar, entonces
está todo perdido y hay que anunciarle de nuevo. Por eso le he permitido
dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado en plena noche. Ahora Block
también está preparado de noche. Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta
que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la visita.
K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo
abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la
vergüenza:
Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado.
Sólo se queja para guardar las apariencias dijo Leni, le encanta
dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.
Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe.
¿Quieres ver dónde duerme? preguntó.
K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas,
ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella
escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en la
pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero,
una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso.
¿Duerme en la habitación de la criada? preguntó K volviéndose hacia
el comerciante.
Leni la ha arreglado para mí respondió el comerciante. Dormir en
ella es muy ventajoso.
K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del
comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su
proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente,
K no soportó por más tiempo la visión del comerciante.
¡Llévatelo a la cama! le gritó a Leni, que pareció no entenderle. Él,
sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia, liberarse no sólo de
él, sino también de Leni y del comerciante. Pero antes de que llegase a la
puerta, el comerciante se dirigió a él en voz baja:
Señor gerente.
K se volvió enojado.
Ha olvidado su promesa dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y
miró a K suplicante. Me tiene que decir un secreto.
Es verdad dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella
prestó atención a lo que iba a decir. Escuche, aunque ya no es ningún
secreto. Voy a ver al abogado para despedirle.
¡Le despide! gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor
de la cocina con los brazos en alto.
Una y otra vez gritaba:
¡Despide al abogado!
Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino,
por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás
de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del
abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la
mantuvo abierta con el pie, le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó
tanto su muñeca que se vio obligada a soltarle lanzando un quejido. No se
atrevió a entrar de inmediato en la habitación. K cerró la puerta con llave.
Le espero desde hace tiempo dijo el abogado desde la cama, dejó un
escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la mesilla de
noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos penetrantes. En vez
de disculparse, K dijo:
Me iré en seguida.
El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa,
y dijo:
La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada.
No importa dijo K.
El abogado le lanzó una mirada interrogativa.
Siéntese dijo.
Como guste dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche.
Me parece que ha cerrado la puerta con llave dijo el abogado.
Sí dijo K, ha sido por Leni.
No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado preguntó:
¿Ha vuelto a ser atrevida?
¿Atrevida? preguntó K.
Sí dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó
riendo en cuanto se le pasó.
Usted habrá notado ya su osadía dijo, y dio unos ligeros golpecitos en
la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche,
retirándola ahora de inmediato.
No le da importancia dijo el abogado cuando K se quedó callado,
mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una
peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que
no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A usted sería a
quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como me mira tan
consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni encuentra guapos a
la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama, al menos
aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy
permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted
parece serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que,
efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta
manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del
proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del
aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos
judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un
buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo,
los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los
acusados entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le
satisfará. Los acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los
embellece, pues y aquí tengo que hablar como abogado no todos son
culpables; tampoco puede ser la pena futura la que les hace guapos, pues no
todos serán castigados; por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que,
de algún modo, les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos
ellos hay algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son
guapos, incluso Block, ese gusano miserable.
Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había
asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua
opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con informaciones
generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había
realizado algo en su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle
más resistencia que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de
hablar. No obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio:
Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad?
Sí dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al
abogado, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus servicios.
¿Le he entendido bien? preguntó el abogado, se incorporó en la cama
y se apoyó con una mano en la almohada.
Creo que sí dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al
acecho.
Bien, podemos discutir ese plan dijo el abogado transcurrido un rato.
Ya no es ningún plan dijo K.
Puede ser dijo el abogado, pero tampoco nos vamos a precipitar.
Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención de
desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su defensor, sí, al
menos, su consejero.
No es precipitado dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás
de la silla, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La decisión es
definitiva.
Al menos permítame decir algunas palabras dijo el abogado, que se
quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas,
cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera una
manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo:
Se expone inútilmente a un enfriamiento.
El motivo es lo suficientemente importante dijo el abogado, mientras
cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas
con la manta que le había llevado K. Su tío es mi amigo y también le he
cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme
de ello.
Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las
intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que él
hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban que
cambiase de decisión.
Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí dijo,
también reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible
y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha
afianzado en mí la convicción de que no es suficiente. Por supuesto que jamás
intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más experimentado y
mayor que yo. Si lo he intentado alguna vez, le ruego que me perdone. El
asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy convencido
de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que se han
empleado hasta ahora.
Le comprendo dijo el abogado. Usted es impaciente.
No soy impaciente dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus
palabras. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi
tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con
insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le
encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir
de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues
al encargar al abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero
ocurrió todo lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve
tantas preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía
nada a favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse
de un defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba
cada vez más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted
recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de
otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto,
me afecta cada vez más.
K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los bolsillos
de la chaqueta.
Desde un punto de vista práctico dijo el abogado en voz baja y con
tranquilidad, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted está ahora
ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en la
misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo.
Entonces todos esos acusados dijo K tenían la misma razón que yo
tengo. Eso no refuta mis ideas.
Yo no pretendía refutar su opinión dijo el abogado, sólo quería
añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre todo
porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y de mi
actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que, a pesar de
mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone muy fácil.
¡Cómo se humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor
de su gremio, que en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo hacía?
Según las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un hombre
rico, en su caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida de un cliente. Por
añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en reducir su trabajo. No
obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso era por el tío, o consideraba el
proceso de K tan extraordinario que podría distinguirse ya fuese ante K o la
posibilidad no se podía excluir ante sus amigos del tribunal? De su actitud
no se podía deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada
escrutadora. Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente
neutral el efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio de
K de un modo demasiado favorable, ya que continuó:
Habrá notado que tengo un bufete grande pero que no empleo a
pasantes. Antes era distinto, hubo un tiempo en que trabajaban para mí jóvenes
juristas, hoy trabajo solo. En parte se debe a que me he ido restringiendo a
asuntos como el suyo, en parte debido al profundo conocimiento que he ido
acumulando acerca de esta judicatura. Pensé que un trabajo así no se puede
delegar en nadie, que al hacerlo traicionaría al cliente y la tarea que había
asumido. La decisión de realizar todo el trabajo por mí mismo tuvo
consecuencias naturales: tuve que renunciar a casi todos los casos y sólo
aceptar los que tenían un interés especial para mí. A fin de cuentas hay
suficientes criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre cada mendrugo
que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo. No
obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera debido
rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo en los
procesos que he asumido es algo que ha resultado necesario y ha sido
premiado con éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un escrito la
diferencia entre la representación de mi cliente en asuntos judiciales normales
y la representación en este tipo de asuntos. Decía: «Uno de los abogados lleva
a su cliente de una hebra de hilo hasta la sentencia, el otro sube a su cliente
sobre sus hombros y lo lleva así, sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso, más
allá de ella». Así es. Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he
lamentado asumir este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se
equivoca de manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento.
K no sólo no se dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez más
impaciente. Creyó percibir en el tono del abogado lo que le esperaría si cedía:
comenzarían de nuevo los consuelos; se repetirían las menciones acerca de la
redacción avanzada del escrito judicial, acerca del estado de ánimo de los
funcionarios, pero también sobre las dificultades que se oponían al trabajo. En
suma, todo eso, ya conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para
embaucar a K con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas.
Tenía que impedirlo definitivamente, así que dijo:
¿Qué emprendería si mantuviese mi representación?
El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó:
Continuar con las diligencias ya iniciadas.
Ya lo sabía dijo K. Cualquier palabra más resulta superflua.
Haré todavía un intento dijo el abogado, como si lo que irritaba a K le
afectara en realidad a él. Tengo la sospecha de que usted ha sido llevado a
su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comportamiento por el hecho de
que, a pesar de ser un acusado, se le ha tratado demasiado bien o, mejor
expresado, con aparente indulgencia. También esto último tiene su motivo. A
menudo es mejor estar encadenado que libre. Pero quiero mostrarle cómo se
trata a otros acusados, tal vez sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar
a Block, abra la puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche.
Encantado dijo K, e hizo lo que el abogado le había pedido. Siempre
estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse, preguntó:
Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi
confianza?
Sí dijo el abogado, pero hoy mismo puede rectificar.
Se acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la pared.
Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con miradas
fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al lado de la
mesilla de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo una ligera seña con
la cabeza a K, que la contempló rígido, y sonrió.
Trae a Block dijo el abogado.
En vez de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y gritó:
¡Block! ¡El abogado te llama! luego se puso detrás de K, ya que el
abogado continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A
partir de ese momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el
respaldo de su silla y acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y
mejillas. Finalmente, K intentó impedírselo al coger una de sus manos, que
ella, después de resistirse algo, dejó en su poder.
Block llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía
reflexionar si debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la cabeza como si
estuviera esperando a que se repitiese la orden del abogado. K habría podido
animarle a entrar, pero había decidido romper definitivamente no sólo con el
abogado, sino con todo lo que había en casa, así que permaneció
imperturbable. Leni tampoco habló. Block notó que nadie, en principio, le
echaba, por lo que entró de puntillas, con los músculos del rostro tensos y las
manos a la espalda, en una posición artificial. Dejó la puerta abierta para
posibilitar una retirada. No miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la
manta bajo la que se encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por la
postura adoptada. Pero entonces se oyó su voz:
¿Block aquí? preguntó el abogado.
Esa pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un buen
trecho, le causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro en la espalda,
se tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo:
A su servicio.
¿Qué quieres? preguntó el abogado. Vienes en un momento
inoportuno.
¿No me ha llamado? preguntó Block, más a sí mismo que al abogado,
y puso las manos hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a salir
corriendo.
Te he llamado dijo el abogado, pero vienes en un momento
inoportuno y tras una pausa añadió: Siempre vienes en un momento
inoportuno.
Desde que el abogado comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la
cama, más bien se quedó como petrificado en una esquina y se dedicaba
exclusivamente a escuchar, como si la visión del que hablaba le deslumbrase
tanto que no pudiese soportarlo. Pero escuchar al abogado era difícil, pues
seguía de cara a la pared y hablaba despacio y rápido.
¿Quiere que me vaya? preguntó Block.
Bueno, ya que estás aquí dijo el abogado, ¡quédate!
Se podía creer que el abogado no había satisfecho el deseo de Block, sino
que le había amenazado con azotarle, pues Block comenzó temblar.
Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la conversación terminó
centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo?
¡Oh!, por favor dijo Block.
Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra vez su súplica y
se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se dirigió a él:
¿Qué haces? exclamó.
Leni intentó que no interviniera, por eso K cogió también su otra mano. No
las apretaba precisamente con amor. Ella se quejaba e intentaba liberar las
manos. Pero por culpa de la exclamación de K, el abogado castigó a Block:
¿Quién es tu abogado? preguntó el Dr. Huld.
Usted dijo Block.
¿Quién más? preguntó el abogado.
Nadie más dijo Block.
Entonces no obedezcas a nadie más.
Block reconoció la situación, dirigió a K miradas malignas y sacudió la
cabeza. Si se hubieran podido traducir esos gestos en palabras, habrían sido
graves insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar amigablemente K sobre
su causa!
Ya no te molestaré más dijo K reclinado en la silla. Arrodíllate o
ponte a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me importa.
Pero Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia él
con los puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la cercanía
del abogado:
No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y, además,
aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo, sólo somos
tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted también es un
acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue siendo un señor, yo
también, y aún más digno que usted. Y quiero que se dirija a mí como
corresponde. Si se cree que es un privilegiado al estar sentado ahí y poder
escuchar tranquilamente, mientras yo, como usted dice, me pongo a cuatro
patas, le recuerdo la vieja máxima judicial: «Para el sospechoso es mejor
moverse que sentarse, pues el que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una
balanza y ser pesado según sus pecados».
K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con ojos inmóviles, a ese
hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en las últimas horas!
¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y el que no le
dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el enemigo? ¿No se daba
cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente y que no pretendía
otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así, tal vez, someterlo? Si Block
no era capaz de darse cuenta, o si tanto temía al abogado que ese conocimiento
no le ayudaba en nada, ¿cómo era posible que repentinamente se tornase tan
astuto u osado corno para intentar engañar al abogado y ocultarle que tenía a
su servicio a otros abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en cualquier
momento podía revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a la mesa
del abogado y comenzó a quejarse de K:
Señor abogado dijo, ¿ha oído cómo me ha tratado ese hombre? Se
pueden contar las horas de su proceso y quiere darme lecciones, a mí, que ya
llevo cinco años de proceso. Incluso me insulta. No sabe nada y me insulta, a
mí, que he estudiado, tanto como mis fuerzas lo han permitido, lo que es
decencia, deber y lo que son usos judiciales.
No te preocupes dijo el abogado y haz lo que te parezca correcto.
Cierto dijo Block, como si él mismo se animase y, después de una
corta mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama. Ya me arrodillo, mi
abogado dijo.
Pero el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una
mano. Leni, liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora
reinaba:
Me haces daño. Déjame. Me voy con Block.
Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama. Block se alegró.
Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le ayudase ante
el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del abogado,
aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los abogados. Leni
sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del anciano y frunció los
labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block le dio un beso en la mano y
repitió el beso a petición de Leni. Pero el abogado seguía callado. Leni,
entonces, se acercó a él, su esbelta figura se hizo visible al estirarse sobre la
cama, y acarició su rostro inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso le obligó a
contestar.
Estoy dudando en decírselo dijo el abogado y se pudo ver cómo
sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias de Leni.
Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar estuviese
incumpliendo un mandamiento.
¿Por qué dudas? preguntó Leni.
K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que ya
se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el futuro. Block
era el único para el que no perdería su novedad.
¿Cómo se ha portado hoy? preguntó el abogado en vez de responder.
Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato cómo
elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente, ella asintió,
se volvió hacia el abogado y dijo:
Ha estado tranquilo y ha sido diligente.
Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una
muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se reservase
sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los ojos de sus
congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía cómo el abogado
podía pensar en ganárselo con semejante representación. Si no hubiese
prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar esa escena. Ésos eran,
pues, los resultados del método empleado por el abogado, al que K, por
fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo. El cliente terminaba por
olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse hasta el final del proceso por ese
camino erróneo. Eso ya no era un cliente, eso era el perro del abogado. Si éste
le hubiera ordenado meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de
perro, y ladrar desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. K escuchó todo
con actitud reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que
retuviera todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una
instancia superior.
¿Qué ha hecho durante todo el día? preguntó el abogado.
Le he encerrado en el cuarto de la criada dijo Leni, donde
normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba. De vez en
cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía. Ha estado todo el
tiempo arrodillado al pie de la cama, con los escritos que le has dejado
abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso me ha causado una buena impresión.
Además, la ventana da a un pozo de ventilación, por lo que apenas tiene luz.
Que Block, no obstante, leyera, me ha mostrado lo obediente que es.
Me alegra oírlo dijo el abogado, pero, ¿se enteraba de lo que leía?
Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios,
aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni.
A eso no puedo responder con seguridad dijo Leni. Lo único que sé
es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día la misma
página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre que le he mirado,
suspiraba como si la lectura le costase un gran esfuerzo. Los escritos que le
has dejado son, con seguridad, difíciles de entender.
Sí dijo el abogado, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo
tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en su
defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo, para Block.
También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha estudiado sin
interrupción?
Casi sin interrupción respondió Leni, una vez pidió agua. Le di un
vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de comer.
Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable
de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas
esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se giraba a
un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su confusión al oír las
palabras siguientes del abogado.
Le alabas dijo el abogado, pero precisamente eso es lo que me
impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni sobre
Block ni sobre su proceso.
¿No ha sido favorable? preguntó Leni. ¿Cómo es posible?
Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la
capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el juez.
Nada favorables dijo el abogado. El juez, incluso, se mostró
desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block «No me
hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen de
usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja que abusen
de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue su proceso con
diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al corriente. No se
encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es una persona agradable,
tiene malos modales y es sucio, pero desde una perspectiva meramente
procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y exageré intencionadamente.
Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado mucha experiencia y sabe cómo
retrasar el proceso. Pero su ignorancia es mucho más grande que su astucia.
Qué diría si supiera que su proceso ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera
se ha dado la señal para el comienzo del proceso». Tranquilo, Block dijo el
abogado, pues Block había comenzado a levantarse sobre sus inseguras
rodillas y parecía querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se
dirigía directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados,
aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente.
Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia dijo el
abogado. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve a repetir, no
te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase sin que mires como si
se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva. ¡Avergüénzate ante mi cliente!
También tú quebrantas su confianza en mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás
bajo mi protección. ¡Es un miedo absurdo! Has leído en alguna parte que la
sentencia definitiva, en algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por
una boca cualquiera en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas
reservas, pero también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo
veo una falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir la
opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se acumulan en el
proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo, acepta el inicio del
proceso en una fecha diferente a la mía. Una diferencia de opiniones, nada
más. En una determinada fase del proceso se da una señal con una campanilla
según una vieja costumbre. Según la opinión de este juez a partir de ese
preciso momento es cuando se inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo
lo que se puede objetar a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con
saber que hay mucho que habla en contra.
Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las
declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión frente al
abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas a las palabras
del juez.
Block dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia
arriba del cuello de la chaqueta, deja la manta y escucha al abogado.
En la catedral
K había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a
un buen cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera vez. Era
una obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un honor, pero que
ahora, cuando apenas lograba con esfuerzo mantener su prestigio en el banco,
asumía con desagrado. Cada hora que no podía permanecer en el despacho le
preocupaba. Por desgracia, tampoco podía aprovechar como antes sus horas
laborales, pasaba mucho tiempo aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus
cuitas se hacían más grandes cuando permanecía ausente de su despacho.
Imaginaba que el subdirector, siempre al acecho, entraba en su despacho, se
sentaba a su mesa, registraba sus papeles, recibía a los clientes con los que K,
desde hacía años, sostenía incluso una relación de amistad, les enemistaba con
él, descubría fallos, que K, durante el trabajo, cometía sin darse cuenta y ya no
podía evitar. Si se le encargaba realizar una salida de negocios o irse de viaje,
aunque fuese como una distinción semejantes encargos se habían hecho,
casualmente, muy frecuentes en los últimos tiempos, siempre sospechaba
que se le quería alejar del despacho para examinar su trabajo o, simplemente,
porque creían que podían prescindir de él. Podría haber rechazado todos esos
encargos sin mayores dificultades, pero no se atrevió, pues, aunque sus
temores no estuvieran justificados, un rechazo significaba una confesión del
miedo qué sentía. Por este motivo aceptaba los encargos con aparente
indiferencia, incluso llegó a silenciar un serio enfriamiento antes de emprender
un agotador viaje de negocios de dos días, para no correr el peligro de que
suspendieran el viaje a causa del mal tiempo otoñal. Cuando regresó de ese
viaje con furiosos dolores de cabeza, supo que le habían encomendado que
acompañase al día siguiente al hombre de negocios italiano. La tentación de
negarse por una sola vez fue muy grande, además no se trataba de un encargo
vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de ese deber social fuese
lo suficientemente importante, aunque no para K, que sabía muy bien que sólo
se podía mantener con éxitos laborales y que si no lo lograba, no poseería el
menor valor, por mucho que llegara a embelesar, de forma inesperada, al
italiano. No quería que le apartaran del trabajo ni siquiera un día, pues el
miedo de que lo dejasen atrás era demasiado grande, un miedo que él, como
reconocía, era exagerado, pero era un miedo que le asfixiaba. En este caso, sin
embargo, era casi imposible encontrar una excusa aceptable. El conocimiento
que K tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para un caso así.
Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos artísticos
adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien se exageraban un
poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos de negocios, había sido
miembro de la Asociación para la Conservación de los Monumentos Urbanos.
El italiano, como habían sabido a través de fuentes distintas, resultaba ser un
amante del arte, así que la elección de K era algo evidente.
Era una mañana fría y tormentosa. K, enojado por el día que le esperaba,
llegó a su despacho a las siete para, al menos, trabajar algo antes de que la
visita se lo impidiese. Estaba muy cansado, puesto que había pasado parte de
la noche estudiando algo de gramática italiana. La ventana, junto a la que,
últimamente, permanecía sentado con demasiada frecuencia, le tentaba mucho
más que la mesa, pero resistió y continuó el trabajo. Por desgracia, al poco
tiempo entró el ordenanza y anunció que el director le había enviado para
comprobar si el gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese
tan amable de acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de
Italia.
Ya voy dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo, cogió
un folleto turístico y, a través del despacho del subdirector, entró en el del
director. Se alegró de haber venido tan temprano a la oficina y poder estar ya
dispuesto, lo que nadie podía haber esperado. El despacho del subdirector
permanecía, naturalmente, aún vacío, como en lo más profundo de la noche,
tal vez el ordenanza también le había buscado, aunque en vano. Cuando K
entró en la sala de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos
sillones. El director sonrió amable, parecía muy contento de la llegada de K.
Le presentó en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de K y,
sonriendo, dijo algo de madrugadores; K no entendió muy bien a quién se
refería, además era una palabra extraña, que K sólo pudo comprender
transcurrido rato. Respondió con algunas frases hechas, que el italiano escuchó
sonriente, mientras, algo nervioso, acariciaba su poblado bigote gris azulado.
El bigote parecía perfumado, uno casi se veía tentado a acercarse y olerlo.
Cuando todos se sentaron y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto
que apenas entendía al italiano. Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi
todo, pero ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las
palabras manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de
placer cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba frases enteras en un
dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano, pero que el director no
sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría que haber previsto, ya
que el italiano era originario del sur de Italia, en donde el director había
residido algunos años. K reconoció que la posibilidad de comprenderse con el
italiano sé había reducido drásticamente, pues su francés también era difícil de
entender. Por añadidura, el bigote ocultaba los labios, así que al siquiera se
podía leer en ellos para averiguar qué era lo que estaba diciendo. K comenzó a
prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a entender al
italiano en presencia del director, que le entendía tan fácilmente, hubiera sido
un esfuerzo innecesario, así que se limitó a observar malhumorado cómo éste
descansaba tranquilo y semihundido en el sillón, cómo estiraba de vez en
cuando su chaqueta bien cortada y cómo una vez, elevando el brazo y agitando
las manos, Intentaba explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que
no perdía de vista sus manos. Al final, K, que permanecía ausente, siguiendo
mecánicamente la conversación, empezó a sentir el cansancio previo y se
sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente a tiempo, cuando,
guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la vuelta y marcharse.
Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y se levantó. Después de
despedirse del director, se acercó a K y, además, tanto, que K tuvo que
desplazar el sillón para poderse mover. El director, que por la mirada de K
reconoció la situación apurada de éste frente al italiano, se inmiscuyó en la
conversación de un modo tan inteligente que pareció como si simplemente
añadiera algunos consejos, mientras en realidad lo que estaba haciendo era
traducir a K todo lo que el incansable italiano decía con su fluidez proverbial.
K se enteró así de que el italiano aún debía terminar algunos negocios, que
sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos los monumentos. Más
bien había decidido visitar si K daba su aprobación, en él recaía la decisión
sólo la catedral, pero detenidamente. Él se alegraba mucho de poder
realizar esa visita en compañía de un hombre tan erudito y amable con estas
palabras estaba haciendo referencia a K, que prescindía de las palabras del
italiano e intentaba oír las del director, así que le pedía, si le parecía bien,
que se encontraran transcurridas dos horas, alrededor de las diez, en la
catedral. Creía poder estar allí a esa hora. K respondió algo adecuado, el
italiano estrechó primero la mano del director, luego la de K, y se dirigió,
volviéndose continuamente y sin parar de hablar, hacia la puerta seguido por
ambos. K permaneció un rato con el director, que ese día parecía enfermo.
Creyó tener que disculparse ante K estaban juntos en un trato de confianza
, al principio había previsto acompañar él mismo al italiano, pero luego
no adujo ningún motivo se decidió por enviar a K. Si no entendía al italiano,
no tenía por qué asustarse, con un poco de práctica lo comprendería mejor,
pero que en el caso de que no lo hiciera, tampoco pasaba nada malo, para el
italiano no era importante que le entendieran. Por lo demás, el italiano de K
era sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la perfección. Con
estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba lo empleó en
aprender algunos términos complejos que necesitaba para su guía por la
catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy pesado, el empleado
le trajo la correspondencia, algunos funcionarios vinieron con algunas
preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron esperando en la puerta, pero no
se movieron hasta que K les atendió. El subdirector tampoco perdió la ocasión
de molestar, pasó varias veces por su despacho, le quitó el diccionario de las
manos y lo hojeó sin intención alguna, incluso clientes emergían cuando las
puertas se abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban
indecisos, ya que querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que
les veían. Todo eso giraba en torno a K como si él fuese el centro, mientras él
pensaba en las palabras que iba a necesitar, las buscaba en el diccionario, las
apuntaba y las pronunciaba para, a continuación, aprendérselas de memoria.
No obstante, su buena memoria de los viejos tiempos parecía haberle
abandonado, algunas veces se puso tan furioso con el italiano por haberle
obligado a ese esfuerzo que enterró el diccionario entre papeles con la firme
intención de no prepararse más, aunque luego comprendía que no podía
permanecer mudo con el italiano ante las obras de arte en la catedral, así que,
aún más furioso, volvía a coger el diccionario.
Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir, recibió una
llamada por teléfono. Leni le deseó buenos días y le preguntó sobre su estado.
K le dio las gracias a toda prisa y le advirtió que en ese momento no podía
conversar, que tenía que ir a la catedral.
¿A la catedral? preguntó Leni.
Pues sí, a la catedral.
¿Por qué precisamente a la catedral? preguntó Leni.
K intentó explicárselo brevemente, pero apenas había comenzado, cuando
Leni le interrumpió bruscamente:
Te están acosando.
K no toleró una compasión que él ni había requerido ni esperado. Se
despidió con dos palabras y, mientras colgaba el auricular, en parte para sí, en
parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le podía oír,
Sí, me están acosando.
Miró el reloj, corría el peligro de llegar tarde. Decidió desplazarse en
automóvil, en el último momento se había acordado del folleto turístico, pues
no había tenido la oportunidad de entregárselo al italiano, así que pensó en
llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y tamborileaba en él con los dedos.
La lluvia se había apaciguado, pero el día era húmedo, frío y oscuro, podrían
ver poco en el interior de la catedral y, además, a causa de la humedad y de
una larga permanencia de pie el resfriado de K empeoraría con toda seguridad.
La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su infancia le
había llamado la atención que todas las casas de esa pequeña plaza siempre
tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin embargo, era comprensible.
Tampoco parecía haber nadie en el interior de la catedral. A nadie se le podía
ocurrir visitar su interior en un día así. K paseó por ambas naves laterales, sólo
encontró a una anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen
de la Virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo
desaparecía por una puerta. K había sido puntual, precisamente al entrar
tocaron las once, el italiano, sin embargo, aún no había llegado. K regresó a la
puerta principal, permaneció allí un rato indeciso y, finalmente, dio una vuelta
en torno a la catedral bajo la lluvia para comprobar si el italiano no le estaba
esperando en alguna puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso
el director había entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a
ese hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media
hora. Como estaba cansado, quiso sentarse, volvió a entrar en la catedral,
encontró en uno de los escalones un trozo de tela, que parecía de una
alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano, se envolvió
bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó. Para distraerse abrió el folleto,
lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo pues se hizo tan oscuro que, cuando
miró hacia arriba, apenas pudo distinguir nada en la nave cercana.
En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas. K no podía
decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan de encender. Los
sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional, así que no se les nota.
Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy lejos de donde se encontraba,
cómo ardía un cirio grande y grueso, adosado a una columna. Por muy bello
que fuera, era insuficiente para iluminar las imágenes que colgaban en las
tinieblas de las capillas laterales, en realidad contribuía a aumentar esas
tinieblas.
Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se hubiera
presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber limitado a
buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar qué es lo que
les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió un par de escalones hasta
llegar a un bajo antepecho de mármol e, inclinado sobre él, iluminó con la
linterna el cuadro del altar. La luz continua osciló inquietante. Lo primero que
K, más que ver, adivinó, fue un gran caballero con armadura, representado en
uno de los extremos del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía
firmemente sobre un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y
allá. Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era
asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez su
misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba ningún
cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado a guiñar
continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de la linterna. Cuando,
a continuación, desplazó la luz hacia el resto del cuadro, pudo ver una versión
usual del entierro de Cristo; por lo demás, se trataba de un cuadro moderno. Se
guardó la linterna y volvió a su sitio.
Era inútil seguir esperando al italiano; fuera, sin embargo, debía de estar
cayendo un chaparrón, y como en el interior no hacía tanto frío como había
esperado, decidió permanecer dentro. Cerca de él estaba el púlpito, debajo del
pequeño y redondo tornavoz había dos cruces doradas que se cruzaban en sus
extremos. La parte exterior del pretil y el espacio que la unía a la columna
sustentadora estaban adornados con hojas verdes esculpidas, que querubines
mantenían en sus manos, unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó
al púlpito y lo examinó por todas partes, el grabado de la piedra era
extremadamente cuidadoso, la profunda oscuridad que reinaba entre los
espacios vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de éste parecía
atrapada, como si estuviera retenida; K introdujo su mano en uno de esos
espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había tenido conocimiento de la
existencia de ese púlpito. En ese momento notó casualmente que un sacristán
permanecía detrás de un banco cercano, vestido con una chaqueta negra
colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de rapé y observándole.
«¿Qué quiere ese hombre? pensó K. ¿Acaso le parezco sospechoso?
¿O querrá una limosna?» Cuando el sacristán vio que K le observaba, señaló
con la mano derecha entre dos dedos aún sostenía una pulgarada de rapé
hacia una dirección incierta. Su comportamiento era inexplicable. K esperó un
rato, pero el sacristán no cesó de señalarle algo con la mano e incluso llegó a
reforzar sus gestos con un movimiento de cabeza.
«¿Qué querrá?» se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar allí
dentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre. Pero éste hizo
de inmediato un gesto de rechazo con la mano, alzó los hombros y se alejó
cojeando. Con un paso semejante K había intentado imitar cuando era niño el
trote de un caballo. «Un anciano senil pensó K. Su inteligencia apenas
llega para ayudar en la Iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo
andando». K siguió sonriendo al anciano por toda la nave lateral hasta llegar al
Altar Mayor, el anciano no paraba de señalarle algo, pero K no se volvía. Esos
gestos sólo tenían la intención de apartarle de sus huellas. Finalmente le dejó,
no quería asustarlo, tampoco quería ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el
italiano.
Cuando entró en la nave principal para buscar el sitio en el que había
dejado el folleto, descubrió muy cerca de una columna casi adosada a los
bancos del coro del altar un sencillo y pequeño púlpito lateral, hecho de piedra
desnuda y blanca. Era tan pequeño que desde lejos parecía una hornacina aún
vacía, destinada a albergar una estatua. El sacerdote, con toda seguridad,
apenas podría retroceder un paso desde el pretil. Además, el tornavoz, sin
ningún adorno, estaba situado a una altura escasa y se inclinaba tanto que un
hombre de mediana estatura no podía permanecer recto en el interior del
púlpito, sino que debía agacharse y apoyarse en el pretil. Parecía diseñado
específicamente para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué
podía necesitarse ese púlpito, ya que se tenía el otro, más grande y decorado
con tanto primor.
A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito, si no hubiera
descubierto una lámpara fijada en la parte superior, como las que se suelen
colocar poco antes de un sermón. ¿Se pronunciaría ahora un sermón? ¿En la
iglesia vacía? K miró hacia la escalera que, bordeando la columna, conducía al
púlpito y que era tan estrecha que no parecía para uso humano, sino
simplemente de adorno para la columna. Pero al pie del púlpito, K sonrió de
asombro, se encontraba, efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la
barandilla, preparado para subir, y miraba a K. Entonces asintió levemente con
la cabeza, porque K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho antes. El
sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con pasos cortos y
rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso el sacristán carecía
de tan poco sentido común que le había querido conducir hasta el sacerdote, lo
que, en vista de la iglesia vacía, era necesario? Además, por algún lado había
una anciana ante la imagen de la Virgen María que también tendría que haber
venido. Y, si se iba a pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido
por el órgano? Pero éste permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto
en las tinieblas.
K pensó si no debería alejarse deprisa, o lo hacía ahora o ya no tendría otra
oportunidad, debería permanecer allí durante todo el sermón; en la oficina
había perdido tanto tiempo; ya no estaba obligado a esperar más al italiano.
Miró su reloj, eran las once. Pero, ¿realmente se iba a pronunciar un sermón?
¿Podía K representar a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero
que sólo pretendía visitar la iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar
que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana, en un día
laborable y con un tiempo tan horrible. El sacerdote se trataba sin duda de
un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y oscuro parecía subir a
apagar la lampara, que alguien había encendido por error.
Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó y se dio
la vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con las dos manos. Así
permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza, a su alrededor. K había
retrocedido un trecho y se apoyaba con el codo en el banco de delante. Con
ojos inseguros, sin poder determinar exactamente el lugar, vio cómo el
sacristán, algo encorvado, se ponía a descansar pacíficamente como si hubiera
terminado su cometido. ¡Qué silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K
tenía que romperlo, no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote
predicar a una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que lo
hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K, su presencia
tampoco contribuiría a aumentar el efecto. K se puso lentamente en camino y
fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la nave central y prosiguió sin que
nadie le detuviera, sólo sus pasos ligeros resonaban continuamente bajo las
bóvedas con un ritmo regular y progresivo. K, consciente de que el sacerdote
podía estar observándole, se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre
los bancos vacíos. Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en
los límites de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había
ocupado anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había dejado
atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de la salida,
cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una voz poderosa y
ejercitada. ¡Cómo se expandió por la catedral, preparada para recibirla! Pero
no era a la comunidad de fieles a quien llamaba, su voz resonó clara, no había
escapatoria alguna, exclamó:
¡Josef K!
K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía seguir y escapar por una
de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no estaban lejos. Pero eso
significaría o que no había entendido o que había entendido pero no quería
hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que quedar, pues habría
confesado tácitamente que había comprendido muy bien su nombre y que
quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado de nuevo, K habría proseguido
su camino, pero como todo permaneció en silencio, volvió un poco la cabeza,
pues quería ver qué hacía el sacerdote en ese momento. Se le veía tranquilo en
el púlpito, se podía advertir que había notado el giro de cabeza de K. Hubiera
sido un juego infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo
hizo, y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría
abiertamente, avanzó lo hizo en parte por curiosidad y en parte para tener la
oportunidad de acortar su estancia allí con pasos largos y ligeros hasta el
púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote le parecía que la distancia
era aún demasiado grande. Estiró la imano y señaló con el dedo índice un
asiento al pie del púlpito. K siguió su indicación y, al sentarse, tuvo que
mantener la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver al sacerdote.
Tú eres Josef K dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil con
un movimiento incierto.
Sí dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su nombre
con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también ahora
conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello era que le
presentaran y luego conocer a la gente.
Estás acusado dijo el sacerdote en voz baja.
Sí dijo K, ya me lo han comunicado.
Entonces tú eres al que busco dijo el sacerdote. Yo soy el capellán
de la prisión.
¡Ah, ya! dijo K.
He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo dijo el sacerdote.
No lo sabía dijo K. He venido para mostrarle la catedral a un
italiano.
Deja lo accesorio dijo el sacerdote. ¿Qué sostienes en la mano?
¿Un libro de oraciones?
No respondió K, es un folleto con los monumentos históricos de la
ciudad.
Déjalo a un lado dijo el sacerdote.
K lo arrojó con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas
dobladas se deslizó por el suelo.
¿Sabes que tu proceso va mal? preguntó el sacerdote.
También a mí me lo parece dijo K. Me he esforzado todo lo que he
podido, pero hasta ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi primer
escrito judicial.
¿Cómo te imaginas el final? preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien dijo K, ahora hay veces que
hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
No dijo el sacerdote, pero temo que terminará mal. Te consideran
culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu
culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
Pero yo no soy culpable dijo K. Es un error. ¿Cómo puede ser un
hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como
el otro.
Eso es cierto dijo el sacerdote, pero así suelen hablar los culpables.
¿Tienes algún prejuicio contra mí? preguntó K.
No tengo ningún prejuicio contra ti dijo el sacerdote.
Te lo agradezco dijo K. Todos los demás que participan en mi
proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no
participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
Interpretas mal los hechos dijo el sacerdote, la sentencia no se
pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en
sentencia.
Así es, entonces dijo K, y agachó la cabeza.
¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa? preguntó el
sacerdote.
Quiero buscar ayuda dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el
sacerdote juzgaba su intención. Aún quedan posibilidades que no he
utilizado.
Buscas demasiado la ayuda de extraños dijo el sacerdote con un tono
de desaprobación, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta de
que no es la ayuda verdadera?
Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón dijo K,
pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera convencer a
algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en común para mí,
podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal, que parece constituido
por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez instructor y arrollará la mesa y a
los acusados para llegar hasta ella.
El sacerdote inclinó la cabeza hacia el pretil, ahora parecía como si el
tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué tiempo podía estar haciendo
fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso, parecía noche profunda.
Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un pobre resplandor los
oscuros muros. Y precisamente en ese momento el sacristán comenzó a apagar
todas las velas del Altar Mayor.
¿Estás enfadado conmigo? preguntó K al sacerdote. Es posible que
no conozcas el tipo de tribunal en el que prestas servicio.
No recibió ninguna respuesta.
Son sólo mis experiencias dijo K.
Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso.
No te he querido ofender dijo K.
Entonces gritó el sacerdote hacia K:
¿Acaso eres ciego?
Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y, debido al
susto, grita sin voluntad de hacerlo.
Ambos se callaron un rato. El sacerdote no podía reconocer a K, abajo, en
la oscuridad, mientras que K podía ver claramente al sacerdote gracias a la
pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba? No había pronunciado ningún sermón,
sino que se había limitado a darle algunas informaciones, que a él, si las
consideraba con detenimiento, antes le podrían dañar que beneficiar. No
obstante, a K le parecía indudable la buena intención del sacerdote, no sería
imposible que pudieran llegar a un acuerdo si bajaba, tampoco era imposible
que recibiera de él un consejo decisivo y aceptable, que le mostrara, por
ejemplo, no cómo se podía influir en el proceso, sino cómo se podía salir del
proceso, cómo se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía que
existir, K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos. Si el sacerdote
conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía, aunque
perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal, hubiese
herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar.
¿No quieres bajar? dijo K. No vas a pronunciar ningún sermón.
Baja conmigo.
Ya puedo bajar dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito. Mientras
descolgaba la lámpara, dijo: Primero tenía que hablar contigo guardando las
distancias, si no me dejo influir fácilmente y olvido mi misión.
K le esperó abajo, al pie de la escalera. El sacerdote le ofreció la mano
mientras bajaba los últimos escalones.
¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo?
Tanto como necesites dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K para
que éste la llevase. Ni siquiera tan cerca perdió su actitud en solemnidad.
Eres muy amable conmigo dijo K.
Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro.
Eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En ti
tengo más confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo hablar
abiertamente.
No te engañes dijo el sacerdote.
¿En qué podría engañarme? preguntó K.
Te engañas en lo que respecta al tribunal dijo el sacerdote, en la
introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño:
«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre
procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley.
Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El
hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde».
Es posible responde el guardián, pero no ahora.
«Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, y el
guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a través del umbral
y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián advierte su propósito, ríe y
dice:
»Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten en
cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián más
insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián, el uno más
poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí insoportable.
»El hombre procedente del campo no había contado con tantas
dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo momento,
pero al considerar ahora con más exactitud al guardián, cubierto con su abrigo
de piel, al observar su enorme y prolongada nariz, la barba negra, fina, larga,
tártara, decide que es mejor esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El
guardián le da un taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la
puerta. Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le
inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le somete a
menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su hogar y de otras
cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que hacen grandes señores, y
al final siempre repetía que todavía no podía permitirle la entrada. El hombre,
que se había provisto muy bien para el viaje, utiliza todo, por valioso que sea,
para sobornar al guardián. Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:
»Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.
»Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián
de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste le terminó
pareciendo el único impedimento para tener acceso a la Ley. Los primeros
años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde, ya envejecido, sólo
murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha sometido durante tanto tiempo
al guardián a un largo estudio ya es capaz de reconocer a la pulga en el cuello
de su abrigo de piel, por lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la
opinión del guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente
si oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero ahora
advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través de la puerta
de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte se concentran en su
mente todas las experiencias pasadas, que toman forma en una sola pregunta
que hasta ahora no había hecho al guardián. Entonces le guiña un ojo, ya que
no puede incorporar su cuerpo entumecido. El guardián tiene que inclinarse
hacia él profundamente porque la diferencia de tamaños ha variado en
perjuicio del hombre de la provincia.
»¿Qué quieres saber ahora? pregunta el guardián. Eres insaciable.
»Todos aspiran a la Ley dice el hombre. ¿Cómo es posible que
durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?
»El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su
débil oído pueda percibirlo, le grita:
»Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por está puerta,
pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la
puerta».
El centinela, entonces, ha engañado al hombre dijo K en seguida,
fuertemente atraído por la historia.
No te apresures dijo el sacerdote, no asumas la opinión ajena sin
examinarla. Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella no se
habla en ningún momento de engaño.
Pero está claro dijo K, y tu primera interpretación era correcta. El
vigilante le ha comunicado el mensaje liberador sólo cuando ya no podía
ayudar en nada al hombre.
Pero él tampoco preguntó antes dijo el sacerdote, considera que
sólo era un vigilante y como tal se ha limitado a cumplir su deber.
¿Por qué piensas que ha cumplido con su deber? preguntó K. No lo
ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los extraños, pero tenía que
haber dejado pasar al hombre para quien estaba destinada la entrada.
No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y cambias la historia
dijo el sacerdote. La historia contiene dos explicaciones importantes del
vigilante respecto a la entrada a la Ley, una al principio y otra al final. Una
dice: «que no podía permitirle la entrada», y la otra: «esta entrada estaba
reservada sólo para ti». Si entre ambas explicaciones existiese una
contradicción, tú tendrías razón y el vigilante habría engañado al hombre. Pero
no existe ninguna contradicción. Todo lo contrario, la primera explicación,
incluso, indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se excede en el
cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura entrada. En
ese momento su único deber parecía consistir en no admitir al hombre. Y, en
efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el vigilante haya pronunciado
semejante indicación, pues parece amar la precisión y cumple
escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto en tantos años y sólo
cierra la puerta en el último momento, siendo consciente de la importancia de
su misión, pues dice: «soy poderoso». Además, tiene respeto frente a sus
superiores, pues dice: «soy el guardián más insignificante». Cuando se trata
del cumplimiento del deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice:
«cansa al guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante
todos los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes». No se
deja sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para que no creas que
has emitido algo». Finalmente, su aspecto externo indica un carácter pedante,
por ejemplo la gran nariz y la larga y fina barba tártara. ¿Puede haber un
vigilante más fiel a su deber? Pero en el vigilante se mezclan otros caracteres
esenciales que resultan muy favorables para quien solicita la entrada, y que,
además, indican la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que
en el futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber. No obstante, no se
puede negar que es algo simple y, en relación con este atributo, presuntuoso.
Si todas las menciones que hace referentes a su poder y sobre el poder de los
demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce, le es insoportable, son
ciertas, entonces muestra, en la manera con que las emite, que sus ideas están
afectadas por su simpleza y arrogancia. Los intérpretes aducen: «El correcto
entendimiento de un asunto y una incomprensión de éste no se excluyen
mutuamente». En todo caso, se debe reconocer que esa simpleza y arrogancia,
por muy difuminadas que aparezcan, debilitan la vigilancia de la entrada, son
lagunas en el carácter del vigilante. A esto se añade que el vigilante, según su
talante natural, parece amable, no siempre actúa como si estuviera de servicio.
Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento de la prohibición,
le invita a entrar, pero, a continuación, no le incita a entrar, sino que, como
está escrito, le da un taburete y le deja sentarse al lado de la puerta. La
paciencia con la que, durante tantos años, soporta las peticiones del hombre,
los pequeños interrogatorios, la aceptación de los regalos, la nobleza con la
que permite que el hombre a su lado maldiga en voz alta su desgraciado
destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso indica el talante
compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían actuado así. Y, al
final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle la oportunidad de
plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una débil impaciencia el
vigilante sabe que todo ha acabado, cuando dice: «Eres insaciable».
Algunos intérpretes continúan, incluso, esta línea exegética y afirman que las
palabras «eres insaciable» expresan una suerte de admiración, que, por
supuesto, tampoco está libre de altivez. Pero así la figura del vigilante
adquiere un perfil distinto al que tú le has atribuido.
Tú conoces la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más
tiempo dijo K.
Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó:
¿Entonces crees que no engañó al hombre?
No me interpretes mal dijo el sacerdote, sólo te menciono las
distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las opiniones. La
escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia, sólo son expresión de
la desesperación causada por este hecho. En este caso hay, incluso, una
opinión según la cual precisamente el vigilante es el engañado.
Ésa es una interpretación que va demasiado lejos dijo K. ¿Cómo la
fundamentan?
La fundamentación se basa en la simpleza del centinela. Él dice que no
conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que una y otra vez tiene que
recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior se consideran
ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también quiere hacer que el
hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el hombre, pues éste sólo
quiere entrar, aun después de haber oído que hay vigilantes más poderosos; el
centinela, sin embargo, no quiere entrar, al menos no se dice nada sobre ello.
Otros, por el contrario, afirman que él ha tenido que estar en el interior, pues
fue admitido para ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el
interior. A esto se responde que una voz procedente del interior pudo
nombrarle vigilante y que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado
en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él mismo dice que
no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se informa de que
durante todos esos años haya mencionado, aparte de su referencia a los otros
vigilantes, algo del interior. Es posible que lo tuviera prohibido, pero no se nos
dice nada de esa prohibición. De todo esto se deduce que no sabe nada del
aspecto que presenta el interior ni de su importancia y que, por lo tanto,
permanece allí engañado. Pero también está engañado respecto al hombre de
la provincia, pues es su subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como
si fuera un subordinado, se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar.
Pero que realmente sea un subordinado debería derivarse, según esa opinión,
con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del que
permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está libre, él
puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada a la Ley y, además,
sólo por una persona, por el centinela. Si se sienta en el taburete al lado de la
puerta y allí pasa toda su vida, lo hace voluntariamente, la historia no habla de
ninguna obligación. El centinela, sin embargo, está obligado por su cargo a
permanecer en su puesto, no se puede alejar; según las apariencias, tampoco
puede ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo quisiera. Además, aunque
está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa entrada, es decir, en
realidad está al servicio de ese hombre, el único al que está destinada dicha
entrada. También desde esta perspectiva está subordinado a él. Se puede
suponer que, a través de muchos años, sólo ha prestado un servicio inútil, pues
se dice que llega un hombre maduro, es decir, que el centinela tuvo que
esperar mucho tiempo hasta que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que
esperar tanto tiempo como quiso el hombre del campo, que vino
voluntariamente. Pero también el final de su servicio queda determinado por la
muerte del hombre, así que permanece subordinado a él hasta su fallecimiento.
Y una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe nada de eso. No es nada
extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es víctima de un
engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio. Al final habla de la
entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero al principio se dice que la
puerta que da acceso a la Ley permanece abierta, como siempre, así que
siempre está abierta, siempre, con independencia de la vida del hombre para el
que está destinada esa entrada, por consiguiente el vigilante no podrá cerrarla.
Aquí divergen las opiniones. Unos creen que el centinela, con el anuncio de
que va a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o acentuar su
obligación; otros piensan que en el último momento quiere entristecer al
hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores coinciden en
que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al menos al final, también
en lo que sabe, permanece subordinado al hombre, pues éste ve cómo surge el
resplandor de la Ley, mientras que el centinela permanece de espaldas y no
menciona nada que haga suponer que ha advertido alguna transformación.
Esta última interpretación está bien fundada dijo K, que había
repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración del
sacerdote. Está bien fundada, y creo también que el centinela está engañado.
Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera opinión, ambas se
cubren parcialmente. No es algo decisivo si el centinela ve claro o se engaña.
Yo dije que han engañado al hombre. Si el centinela ve claro, se podría dudar,
pero si el centinela está engañado, su engaño se transmite necesariamente al
hombre. El centinela no es, en ese caso, un estafador, pero sí tan simple que
debería ser expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que considerar que
el engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre, y con crueldad.
Aquí topas con una opinión contraria dijo el sacerdote. Muchos
dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al centinela. Sea
cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la Ley, esto es, pertenece a
la Ley, por lo que es inaccesible al juicio humano. Tampoco se puede creer
que el centinela esté subordinado al hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la
entrada de la Ley es incomparablemente más importante que vivir libre en el
mundo. El hombre viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la
que le ha puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley.
Yo no comparto esa opinión dijo K moviendo negativamente la
cabeza, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar que todo lo que
dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú mismo has
fundamentado con todo detalle.
No dijo el sacerdote, no se debe tener todo por verdad, sólo se tiene
que considerar necesario.
Triste opinión dijo K. La mentira se eleva a fundamento del orden
mundial.
K dijo estas palabras como conclusión, pero no eran su juicio definitivo.
Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas las posibilidades que
ofrecía la historia, además conducía a razonamientos inusuales, a paradojas,
más adecuadas para funcionarios judiciales que para él. Esa historia tan simple
se había tornado en algo informe, quería sacudírsela de encima y el sacerdote,
que ahora mostró una gran delicadeza de sentimientos, lo toleró y recibió en
silencio la última indicación de K, aunque con toda seguridad no coincidía con
ella.
Siguieron andando un rato en silencio. K se mantenía muy cerca del
sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las tinieblas que les rodeaban. La
vela de la lámpara hacía tiempo que se había apagado. Una vez brilló ante él el
pedestal de plata de un Santo, pero volvió a sumirse en la oscuridad. Para no
depender por completo del sacerdote, K le preguntó:
¿No nos encontramos cerca de la salida principal?
No dijo el sacerdote, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya?
Aunque en ese momento no pensaba en ello, K respondió en seguida:
Es verdad, tengo que irme. Soy gerente en un banco, me esperan, sólo he
venido para enseñarle la catedral a un hombre de negocios extranjero.
Bien dijo el sacerdote, y estrechó la mano de K, entonces vete.
No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad dijo K.
Ve a la izquierda, hacia el muro dijo el sacerdote, luego síguelo
hasta que encuentres una salida.
El sacerdote sólo se había separado de él unos pasos, cuando K gritó:
¡Por favor, espera!
Espero dijo el sacerdote.
¿No quieres nada más de mí? preguntó K.
No dijo el sacerdote.
Al principio has sido tan amable conmigo dijo K, y me lo has explicado
todo, pero ahora me despides como si no te importase nada.
Tienes que irte dijo el sacerdote.
Bien, sí dijo K, compréndelo.
Comprende primero quién soy yo dijo el sacerdote.
Tú eres el capellán de la prisión dijo K, y se acercó al sacerdote.
No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un principio había
creído. Podía permanecer aún allí.
Yo pertenezco al tribunal dijo el sacerdote. ¿Por qué debería querer
algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te despide
cuando te vas.
El final
La noche anterior al día en que cumplía treinta y un años serían las
nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles, dos hombres llegaron a
la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos y grasientos, y
estaban tocados con chisteras firmemente encajadas. Después de intercambiar
algunas formalidades ante la puerta de la casa, repitieron las mismas
formalidades, pero con más ceremonia, ante la puerta de K. Aunque nadie le
había anunciado la visita, K, poco antes de la llegada de aquellos hombres,
había permanecido sentado en una silla cerca de la puerta, también vestido de
negro, poniéndose lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando
alguien espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres
con curiosidad.
¿Les han enviado para recogerme? preguntó.
Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero con
la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita distinta. Fue
hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura. Casi todas las
ventanas de la calle de enfrente también estaban oscuras, en muchas habían
corrido las cortinas. En una de las ventanas iluminadas se podía ver cómo
jugaban dos niños detrás de unas rejas, se tocaban con las manos, aún
incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos actores de segunda fila es lo que
envían para recogerme» pensó K, y miró a su alrededor, para convencerse
otra vez de ello. «Buscan librarse de mí de la forma más barata». K se
volvió de repente y preguntó:
¿En qué teatro actúan ustedes?
¿Teatro? preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del
labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo
gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.
No están preparados para que se les pregunte se dijo K, y fue a
recoger su sombrero.
Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo:
Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo.
No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo
inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no doblaban
los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de K en toda su
largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña de colegio, pero
estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos, ahora los tres formaban
tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a uno de ellos, todos habrían
sentido el golpe. Constituían una unidad como sólo la materia inanimada
puede formar.
K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus
acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a pesar
de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A lo mejor son
tenores» pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza de sus rostros le
daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el rabillo del ojo, frotó el labio
superior, rascó las arrugas de la barbilla.
Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se detuvieron.
Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada con jardines.
¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes! gritó más que
preguntó.
Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con el brazo
libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere descansar.
No sigo dijo K para probarlos.
A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron
moverle de su sitio, pero K se resistió.
«No necesitaré más mi fuerza pensó K, la emplearé toda ahora».
Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del papel
encolado.
Los señores van a tener trabajo se dijo.
Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por la
plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque se parecía
mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó conciencia de lo
inútil de su oposición. No había nada de heroico en ofrecer ahora resistencia,
en poner dificultades a esos hombres, o en intentar disfrutar de la vida
aparente que aún le quedaba mediante una defensa. Así que reanudó su
camino y sintió algo de la alegría de sus acompañantes por haberlo hecho.
Toleraron que determinase la dirección y él eligió seguir el camino de la
señorita, y no porque la quisiera alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor
tiempo posible, sino simplemente para no olvidar la advertencia que ella
significaba para él.
«Lo único que puedo hacer se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con
los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos, lo único que puedo
hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por el
mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado. Eso fue
incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un proceso de un año
ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir como un ser humano
obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar el proceso en su inicio y
que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo de nuevo? No quiero que se
diga eso. Estoy agradecido de que me hayan asignado para este camino a estos
hombres necios y semimudos, y de que se me haya permitido que yo mismo
me diga lo necesario».
La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular,
pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los acompañantes.
Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a la luz de la luna. Los
hombres permitían que K hiciera los pequeños movimientos que deseaba.
Cuando quiso girar un poco hacia la barandilla, los hombres también giraron,
quedando todos de frente. El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se
bifurcaba ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa
arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de arena,
formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había tumbado
para tomar el sol.
En realidad, no quería pararme dijo K a sus acompañantes,
avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas de K,
pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego siguieron
adelante.
Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más cerca,
vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote poblado, se acercó al
grupo con la mano en la empuñadura del sable, probablemente le resultó
sospechoso. Los hombres se detuvieron, el policía iba a abrir la boca, pero
entonces K empujó a sus acompañantes hacia adelante. Se volvió con
frecuencia para comprobar si el policía les seguía. Pero en cuanto doblaron
una esquina y perdieron de vista al policía, K comenzó a correr. Sus
acompañantes tuvieron que correr con él perdiendo el aliento.
Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba
prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de pisos, como
las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandonada y desierta. Allí se
pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su destino desde el principio, ya
porque estuvieran demasiado agotados para seguir andando. Dejaron libre a K,
que, mudo, se limitó a esperar. Los dos hombres se quitaron las chisteras y,
mientras inspeccionaban con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la
frente con un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la
naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee.
Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería hacerse
cargo de las próximas tareas aquellos señores parecían haber recibido el
encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias, uno de ellos se
acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente, la camisa. K tembló
involuntariamente, por lo que uno de los hombres le dio una palmada
tranquilizadora en la espalda. A continuación, dobló cuidadosamente las
prendas, como si se fueran a utilizar otra vez, aunque no en un periodo
inmediato. Para no exponer a K al aire frío de la noche, le tomó bajo su brazo
y anduvo con él de un lado a otro, mientras el compañero buscaba un lugar
apropiado en la cantera. Cuando lo hubo encontrado, hizo una seña y el otro
acompañó a K hasta allí. Estaba cerca del corte, al lado de una piedra
desprendida. Los hombres sentaron a K en el suelo, le apoyaron contra la
piedra y reclinaron su cabeza. A pesar del esfuerzo que ponían y de toda la
ayuda de K, su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno de los hombres
pidió al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero tampoco logró
nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera era la mejor
entre todas las que habían probado. Entonces uno de los hombres abrió su
levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un cuchillo de carnicero
largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en alto y comprobó el filo a la luz.
De nuevo comenzaron las repugnantes cortesías, uno entregaba el cuchillo al
otro por encima de la cabeza de K, y el último se lo devolvía al primero. K
sabía que su deber hubiera consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de
mano en mano sobre su cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso,
giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las
exigencias, quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por
ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas necesarias
para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en el último piso de la
casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo en que una luz parpadea, así
se abrieron las dos hojas de una ventana. Un hombre, débil y delgado por la
altura y la lejanía, se asomó con un impulso y extendió los brazos hacia afuera.
¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un buen hombre? ¿Alguien que participaba?
¿Alguien que quería ayudar? ¿Era sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era
ayuda? ¿Había objeciones que se habían olvidado? Seguro que las había. La
lógica es inalterable, pero no puede resistir a un hombre que quiere vivir.
¿Dónde estaba el juez al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal
supremo ante el que nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró
todos los dedos.
Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras
que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos veces. Con
ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres, mejilla con
mejilla, observaban la decisión.
¡Como a un perro! dijo él: era como si la vergüenza debiera
sobrevivirle.
FIN
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